Hermanos en el episcopado, grandes son ciertamente, y superiores a las fuerzas del hombre, todas aquellas cosas que son objeto de nuestra esperanza y de nuestros votos; empero, habiendo hecho Dios capaces de mejoramiento a las naciones de la tierra, habiendo instituido la Iglesia para salvación de las gentes, y prometiéndole su benéfica asistencia hasta la consumación de los siglos, yo abrigo gran confianza de que, merced a los trabajos del celo apostólico de ustedes, hermanos, la gente llegará a conocer la verdad de tantos males y desventuras, y ha de venir finalmente a buscar la salud y la felicidad en la sumisión a la Iglesia y al infalible magisterio de la Cátedra apostólica.
Entre tanto, Venerables Hermanos, no puedo menos de manifestarles el júbilo que experimento por la admirable unión y concordia en que les veo vivir unos con otros, y todos con esta Sede Apostólica. Esta perfecta unión no sólo es el baluarte más fuerte contra los asaltos del enemigo, sino un fausto y feliz augurio de mejores tiempos para la Iglesia; y así como me consuela en gran manera esta risueña esperanza, así también me da ánimos para sostener, alegre y varonilmente, desde el arduo cargo que he asumido como Papa, cuantos trabajos y combates sean necesarios en defensa de la Iglesia.
También veo como motivos de júbilo y esperanza las demostraciones de amor y reverencia, que en estos primeros días de mi Pontificado, ustedes, Hermanos Obispos, y juntamente con ustedes han dedicado a mi humilde persona, innumerables sacerdotes y seglares, los cuales, por medio de reverentes escritos, santas ofrendas, peregrinaciones y otros piadosos testimonios, han puesto de manifiesto que la adhesión y afecto que tuvieron hacia mi dignísimo Predecesor, se mantienen en sus corazones ten firmes, íntegros y estables, que nada pierden de su ardiente fuego en la persona de su sucesor, tan inferior en merecimientos para sucederle en la herencia.
Por estos brillantísimos testimonios de la piedad Católica, humildemente alabo la benigna clemencia del Señor, y a ustedes, y a todos los amados Hijos de quienes los hemos recibido, doy fe públicamente y de lo íntimo de mi corazón de mi inmensa gratitud, plenamente confiado, en que, en estas circunstancias críticas y en estos tiempos difíciles, jamás ha de faltarme la ardiente adhesión de ustedes, mis Hermanos, y el afecto de todos los fieles.
Tampoco dudo que tan excelentes ejemplos de piedad filial y de virtud cristiana tendrán gran valor para mover el corazón de Dios clementísimo a que mire propicio a su grey, y a que de a la Iglesia la paz y la victoria. Y como espero que más pronta y fácilmente serán concedidas esa paz y esa victoria, si los fieles dirigen constantemente sus votos y plegarias a Dios para obtenerla, mucho les exhorto, Hermanos, a que despierten hacia esta meta los fervientes deseos de los fieles, poniendo como mediadora para con Dios a la Inmaculada Reina de los cielos, y por intercesores a San José, patrono celestial de la Iglesia, a los Santos Príncipes de los apóstoles, Pedro y Pablo, a cuyo poderoso patrocinio encomiendo suplicante mi propia persona, los órdenes todos de la jerarquía de la Iglesia y toda la grey del Señor.
Aparte de esto, deseo vivamente que estos días, en que recordamos solemnemente la Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo, sean para ustedes, Venerables Hermanos, saludables y llenos de santo júbilo, y pido a Dios, que es tan bueno, que con la Sangre del Cordero Inmaculado, con la que fue cancelada la escritura de nuestra condenación, sean lavadas las culpas contraídas, y con clemencia mitigado el juicio que a ellas nos sujetan.
La gracia de Nuestro Señor Jesucristo, la caridad de Dios y la comunicación del Espíritu Santo sean con todos ustedes (2 Corintios 13, 13), Hermanos. A ustedes, a cada uno, así como a los queridos hijos del Clero y pueblo fiel de las comunidades suyas, en prenda especial de benevolencia y como presagio de la protección celestial, les concedo, con el amor más grande, la Apostólica Bendición.
Dado en Roma, junto a San Pedro, en el solemne día de Pascua del año 1878, primero de Nuestro Pontificado.
[León XIII, Carta Encíclica Inscrutabili Dei Consilio, del 21 de Abril de 1878, nn.12-13.].