160.1. ¡Te hubieras visto los ojos cuando te hablé de “Cristo Exhausto”! Mi niño, el misterio de Jesucristo apenas ha sido rozado por la inteligencia humana. ¿O es que tú crees que por el hecho de disponer de unas cuantas enseñanzas del Magisterio y unos cuantos libros de teología ya conocéis a Jesucristo? Eso no es señal de sabiduría sino de pereza y de falta de amor.
160.2. De modo que vosotros, humanos, no habéis terminado de clasificar los insectos del planeta Tierra, no conocéis el número exacto de partículas del átomo, se os escapan la mayor parte de los secretos de la vida orgánica, ¿y pretendéis tener ya noticia suficiente sobre quién es Jesucristo? ¡Oh dolor de los dolores, oh triste falta de amor! ¡Qué Cielo tan aburrido parece que estuvierais esperando, con un Cristo tan conocido y tan poco interesante!
160.3. Otra fue la actitud de María, la de Betania (Lc 10,39ss). A los pies del Maestro, sentada, acogida por la palabra de Aquel a quien ella acogía, no se cansaba de oírle, y sólo parecía desear que ese discurso jamás terminase. ¡Qué ansia de Cielo incendiaba el corazón de esa santa mujer en aquella hora! Olvidada de todo, hacía de los ojos de Cristo su Cielo, del Corazón de Cristo su Templo, de las manos de Cristo su mundo entero. ¡Hubieras visto cómo recorría con sus ojos enamorados el suave movimiento de las manos de Jesús! Los oídos de ella navegaban al ritmo de la voz, y sus ojos danzaban suavemente con la cadencia de aquellas manos. A menudo dicen las enamoradas: “¡No me cambiaría por nadie!,” pero pocos hubieran podido decirlo mejor que aquella mujer en aquella ocasión.
160.4. Sí, es verdad: Cristo enamora, y lo mejor de sus palabras sólo se deja oír de quien está enamorado de Él. Bien sabes tú que su perfecta virginidad y su límpida castidad no fueron esclusas para impedir el amor, sino cauces celestes que trajeron a esta tierra el amor propio de la bienaventuranza. ¿Quién podría resistir a ese amor? Fíjate cómo los demonios interrumpieron más de una vez su palabra, porque no podían resistir ese fuego de amor. Brama el demonio ante Cristo, y dice: «¿Qué tenemos nosotros contigo, Jesús de Nazaret? ¿Has venido a destruirnos? Sé quién eres tú: el Santo de Dios» (Mc 1,24). Y por una vez no mentía ni exageraba el demonio: para destrucción y ruina de su imperio de maldad vino Cristo, y suya fue y es la victoria por los siglos.
160.5. La palabra de Cristo es la caricia de Cristo para el alma. Mucho se insiste en la palabra como contenido mental, como concepto para la inteligencia y como consigna para la voluntad. Todo esto es cierto, pero, como el misterio de Nuestro Señor es inagotable, no podemos olvidar ni dejar de lado que esa palabra también es caricia, dulce caricia que trae el saludable olvido, grato sueño y amable embriaguez de que habló proféticamente la amada del Cantar: «Como el manzano entre los árboles silvestres, así mi amado entre los jóvenes. A su sombra apetecida estoy sentada, y su fruto me es dulce al paladar. Me ha llevado a la bodega, y el pendón que enarbola sobre mí es Amor. Confortadme con pasteles de pasas, con manzanas reanimadme, que enferma estoy de amor. Su izquierda está bajo mi cabeza, y su diestra me abraza» (Ct 2,3-6). Y por eso dice el Amado: «Yo os conjuro, hijas de Jerusalén, por las gacelas, por las ciervas del campo, no despertéis, no desveléis al amor, hasta que le plazca» (Ct 2,7).
160.6. ¡No podéis seguir viviendo de la Palabra, si la Palabra se vuelve sólo concepto, noción, teoría y estrategia! Dime, dime te conjuro: ¿qué conceptos son esos que hacen pedir como remedio “pasteles de pasas”? ¿Qué nociones son esas que parecen pendones enarbolados que hacen desfallecer todos los límites y barreras del alma dulcemente asediada por el amor? ¿Qué teorías son esas que abrazan y consienten? ¿Y qué es esa estrategia que consiste en saber dormir en brazos del Amado?
160.7. ¡Amor a Cristo! ¡Eso es lo que os falta: amor a Cristo! Con ese amor descubriríais lo que no aparece en libro alguno, lo que no cabe en palabra alguna, lo que sobrepuja toda teoría y todo conocimiento. ¡Atiende a mi voz, hermano, atiende a mi suave invitación y aprende a reposar a la sombra apetecida del árbol de Cristo!
160.8. Deja que te invite a la alegría. Dios te ama; su amor es eterno.