Les invito a que busquemos la persona que sepa darnos noticias del querido Padre celestial, que nos cuente de Él. Quien no ha conocido a su papá, y sabe que está vivo en alguna parte, le puede nacer el deseo irresistible de saber de él y, una vez haya sabido del lugar de su paradero, es de suponer que hará hasta lo imposible para conocerle, para estar con El y, ojalá, para recibir su afecto. Bien, este será el tema de nuestra reflexión, que haremos para llegar hasta nuestro Padre celestial, y saber de El con toda certeza.
Jesús el gran revelador del Padre
Los evangelios nos dicen que el conocimiento del Padre es privilegio por excelencia de Jesús: “Yo conozco al Padre, porque vengo de El y Él es el que me ha enviado” (Jn 7,29). Además, Él mismo nos ofrece el regalo de dárnoslo a conocer: “nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar” (Mt 11,27). El mismo nos asegura que en el mundo solo Jesús de Nazaret conoce al Padre y, por lo tanto, sólo Él nos lo puede dar a conocer: “a Dios nadie lo ha visto jamás; el Hijo único, que está en el seno del Padre, es quien lo ha dado a conocer” (Jn 1,18).
El Himno de la perla
Un anciano rey envía a su hijo desde Oriente a Egipto para que recupere una perla preciosa, custodiada por la serpiente maligna. El oven salió gustoso para el largo viaje, provisto de todas las credenciales de su padre. Pero una vez allí, se dejó engañar: comió de los manjares egipcios y cayó en un profundo letargo, olvidándose de quién era y a que había venido. El padre, preocupado por su tardanza, le mandó un mensaje, en forma de una carta voladora en figura de águila. Cuando llegó junto al joven, la carta se transformó toda ella en una voz que le gritó: “¡Levántate y despierta de tu sueño! ¡Recuerda que eres hijo de reyes! ¡Acuérdate de la perla! El joven despertó, cogió la carta, la besó y rompió sus sellos; reconoció que lo que decía la voz coincidía con lo que él mismo sentía en su corazón; luchó con la serpiente, invocando sobre ella el nombre de su padre, recuperó la perla y emprendió el viaje de regreso.
El himno de la perla es como una parábola, Nosotros salimos del Padre y a él tenemos que volver. Pero con frecuencia nos aclimatamos al mundo de tal forma, que olvidamos quiénes somos y a dónde vamos. La palabra de Jesús cumple el papel que tiene en el relato la carta del padre, con aquel grito que la resume toda: ¡Acuérdate de la perla!. Sí, acuérdate de quién eres hijo, acuérdate de que tienes un padre que espera tu regreso, acuérdate de esa perla que es tu Padre celestial. Jes´su es el encargado de hacer que es perla sea tuya.
Camino de encuentro con el Padre
Nuestro camino de encuentro con el Padre, lo haremos teniendo como guía a los sinópticos. Mateo y Lucas nos regalan una perla preciosa sobre el Padre: “Jesús se llenó del Espíritu Santo y exclamó: Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y las has revelado a la gente sencilla. Si, Padre, así te ha parecido mejor. Todo me lo ha entregado mi Padre, y nadie conoce quién es el Hijo sino el Padre, ni quién es el Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar”(Lc 10,21-22; Mt 11,25-27).
Jesús nos habla del mutuo conocimiento que existe entre el Padre y el Hijo. Y al mismo tiempo nos habla de que solo los “pequeños” son admitidos por Jesús a la revelación del misterio inefable del Padre. Si queremos ser admitidos a la revelación del Padre, a que podamos recibir de Jesús esa perla preciosa, la condición es: hacernos pequeños. Un niño no tiene que hacer estudios para conocer a su padre. Le basta con escuchar la voz de la sangre, y a nosotros nos basta con escuchar la voz del Espíritu Santo. Jesús, el Hijo Unigénito del Padre, el hombre manso y humilde de corazón, tiene un amor especialísimo al Padre. Y lo revela a quienes caminan como Él por los senderos de la humildad y de la mansedumbre.
Al final de su vida Jesús, en un encuentro maravilloso, ora al Padre, diciendo: “he dado a conocer tu nombre a los hombres” (Jn 17,6).Y ese nombre sacratísimo es “Abbá”, “Padre”: Padre de Jesús y Padre nuestro. En el Sermón de la montaña, Jesús nos revela elementos esenciales del Padre: el cuidado providente y amoroso de del Padre hacia todos sus hijos (Mt 6, 25-34); en Lucas nos revela su bondad y misericordia con los pecadores y con los perdidos (Lc 15,1-32); la oración a nuestro Padre (Mt 6,5-15). La fe y la entrega a un Padre bueno es el tema de la predicación de Jesús en los sinópticos. Uno de los temas más característicos es la invitación de Jesús a que imitemos a nuestro Padre celestial: “sean perfectos como el Padre celestial es perfecto” (Mt 5,48). Y es que nuestro Padre es todo santo, fuente de toda santidad. Su paternidad y santidad están íntimamente unidas.
La garantía del Espíritu Santo
El Espíritu Santo es, también, garantía de nuestro ser de hijos de Dios. El manifiesta la plenitud de todos los bienes salvíficos que acompañan nuestro ser de Hijos del Padre. El Espíritu Santo verifica en nuestros corazones nuestra filiación: “La prueba de que somos hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama: ‘¡Abba, Padre” ( Gal 4,6). El nos pone en contacto con el Padre, nos hace orar al Padre, desde lo más profundote nuestros corazones.
La misión del Espíritu Santo es de descubrirnos al Padre. Por eso es necesario encontrarnos con el Espíritu Santo para que nos descubra, nos presente al Padre. Pues: “el Espíritu mismo se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios” (Rm 8,16).
Al mismo tiempo, Él nos abre a una comprensión de Dios como Padre. El nos abre a esta dimensión fundamental de nuestra vida cristiana. Y suscita en nosotros una auténtica relación filial con el Padre, muy distinta de la relación como criaturas.
En un hogar la madre no se limita a traer los hijos al mundo; ella les ayuda a dar los primeros pasos y le enseña a balbucir las primeras palabras. De forma parecida, la vida del cristiano, recién nacido en las aguas bautismales por obra del Espíritu Santo, es una vida tierna que debe crecer y desarrollarse hasta llegar a la plenitud de Cristo. El actor de este desarrollo es el Espíritu Santo. Él, en efecto, protege los primeros pasos de la vida del neófito; le da a conocer su nueva condición y sus peculiares relaciones como hijo del Padre y hermano de Jesús y le enseña su realidad y a balbucir la palabra “Abbá, Padre”. Y así como la madre da a su hijo a conocer a su padre y le muestra a sus hermanos, con los que constituye una familia, de forma análoga el Espíritu Santo nos da a conocer, también, a Cristo, el Hermano mayor de la familia y a todos los hombres como auténticos hermanos e hijos del mismo Padre celestial.
No puede llamara Dios “Padre” quien no ha descubierto al hombre como hermano y tiene un comportamiento auténticamente fraterno con todo ser humano. Por lo tanto, el Espíritu Santo es Espíritu de familia, de acogida, de comprensión, de diálogo, de perdón, de solidaridad, de amor: El Espíritu Santo nos mueve a decir a Dios “Abbá, a tener relaciones filiales con el Padre, os descubre a los hombres como “hermanos” y nos mueve a tener un comportamiento auténticamente fraterno.