Los fieles cristianos, en cuanto miembros de un organismo vivo, no pueden mantenerse cerrados en sí mismos, creyendo les baste con haber pensado y proveído en sus propias necesidades espirituales, para cumplir todo su deber. Cada uno, por lo contrario, contribuya de su propia parte al incremento y a la difusión del reino de Dios sobre la tierra. Nuestro predecesor Pío XII ha recordado a todos este su deber universal:
La catolicidad es una nota esencial de la verdadera Iglesia: hasta el punto que un cristiano no es verdaderamente devoto y afecto a la Iglesia si no se siente igualmente apegado y devoto de su universalidad, deseando que eche raíces y florezca en todos los lugares de la tierra.
Todos han de emularse saludablemente unos a otros, y dar asiduos testimonios de celo por el bien espiritual del prójimo, por la defensa de la propia fe, para darla a conocer a quien la ignora del todo o a quien no la conoce bien y, por ello, malamente la juzga. Ya desde la niñez y la adolescencia, en todas las comunidades cristianas, aun en las más jóvenes, se necesita que clero, familias y las varias organizaciones locales de apostolado inculquen este santo deber.
Y se dan ciertas ocasiones singularmente felices, en las que tal educación para el apostolado puede encontrar el puesto más adaptado y su más conveniente expresión. Tal es, por ejemplo, la preparación de los jovencitos o de los recién bautizados al sacramento de la confirmación, con el cual se da a los creyentes nueva fortaleza, para que valientemente amparen y defiendan a la Madre Iglesia y la fe recibida de ella; preparación, decimos, sumamente oportuna, y de modo especial donde existan, entre las costumbres locales, determinadas ceremonias de iniciación para preparar a los jóvenes a entrar oficialmente en su propio grupo social.
En justicia hay que realzar la obra de los catequistas, que en la larga historia de las Misiones católicas han demostrado ser unos auxiliares insustituibles. Siempre han sido el brazo derecho de los obreros del Señor, participando en sus fatigas y aliviándolas hasta tal punto que Nuestros Predecesores [Papas] podían considerar su reclutamiento y su muy bien cuidada preparación entre los puntos más importantes para la difusión del Evangelio y definirlos el caso más típico del apostolado seglar. Les renovamos los más amplios elogios; y les exhortamos a meditar cada vez más en la espiritual felicidad de su condición y a no perdonar nunca esfuerzo alguno para enriquecer y profundizar, bajo la guía de la Jerarquía, su instrucción y formación moral. De ellos han de aprender los catecúmenos no sólo los rudimentos de la fe, sino también la práctica de la virtud, el amor grande y sincero a Cristo y a su Iglesia. Todo cuidado que se dedicare al aumento del número de estos valiosísimos cooperadores de la Jerarquía y a su adecuada formación, así como todo sacrificio de los mismos catequistas para cumplir en la forma mejor y más perfecta su deber, será una contribución de inmediata eficacia para la fundación y el progreso de las nuevas comunidades cristianas.
[De la Exhortación Princeps Pastorum del Beato Juan XXIII sobre el apostolado misionero, del 28 de Noviembre de 1959].