Al intérprete católico que emprendiese la tarea de entender y exponer las Sagradas Escrituras ya le recomendaban encarecidamente los Padres de la Iglesia, y en primer término San Agustín, que estudiara las lenguas antiguas y volviera siempre a los textos primitivos; pero en aquellos tiempos pocos conocían la lengua hebrea, y eso sólo imperfectamente.
Luego en la Edad Media, cuando la teología escolástica florecía más que nunca, desde mucho tiempo antes se había disminuido el conocimiento de la lengua griega de tal manera entre los occidentales, que hasta los mismos supremos doctores de aquellos tiempos, al explicar los divinos libros, solamente se apoyaban en la versión latina llamada Vulgata.
Por el contrario, en estos nuestros tiempos no solamente la lengua griega, que desde el Renacimiento literario en cierto sentido ha sido resucitada a su nueva vida, es ya familiar a casi todos los cultivadores de la antigüedad, sino que aun el conocimiento de la lengua hebrea y de otras lenguas orientales ha aumentado grandemente entre los estudiosos.
Es tanta, además, ahora la abundancia de medios para aprender estas lenguas, que el intérprete de la Biblia que, descuidándolas, se cierre la puerta para los textos originales, no puede en modo alguno evitar la nota de ligereza y desidia. Porque al exegeta pertenece andar como a caza, con sumo cuidado y veneración, aun de las cosas mínimas que, bajo la inspiración del divino Espíritu, brotaron de la pluma del autor sagrado, a fin de penetrar su mente con más profundidad y plenitud. Procure, por lo tanto, con diligencia adquirir cada día mayor pericia en las lenguas bíblicas y aun en las demás orientales, y corrobore su interpretación con todos aquellos recursos que provienen de toda clase de filología.
Lo cual, en verdad, lo procuró seguir solícitamente San Jerónimo, según los conocimientos de su época; y asimismo no pocos de los grandes intérpretes de los siglos XVI y XVII, aunque entonces el conocimiento de las lenguas fuese mucho menor que el de hoy, lo intentaron con infatigable esfuerzo y no mediocre fruto. De la misma manera conviene que se explique aquel mismo texto original que, escrito por el sagrado autor, tiene mayor autoridad y mayor peso que cualquiera versión, por buena que sea, ya antigua, ya moderna; lo cual puede, sin duda, hacerse con mayor facilidad y provecho si, respecto del mismo texto, se junta al mismo tiempo con el conocimiento de las lenguas una sólida pericia en el manejo de la crítica textual.
Cuánta importancia se haya de atribuir a esta crítica de los textos, atinadamente lo advirtió San Agustín cuando, entre los preceptos que deben inculcarse al que estudia los sagrados libros, puso por primero de todos el cuidado de poseer un texto exacto. «En enmendar los códices —así el clarísimo Doctor de la Iglesia— debe ante todo estar alerta la vigilancia de aquellos que desean conocer las Escrituras divinas, para que los no enmendados cedan su puesto a los enmendados». Ahora bien, hoy este arte, que lleva el nombre de crítica textual y que se emplea con gran loa y fruto en la edición de los escritos profanos, con justísimo derecho se ejercita también, por la reverencia debida a la divina palabra, en los libros sagrados. Porque por su mismo fin logra que se restituya a su ser el sagrado texto lo más perfectamente posible, se purifique de las depravaciones introducidas en él por la deficiencia de los amanuenses y se libre, cuanto se pueda, de las inversiones de palabras, repeticiones y otras faltas de la misma especie que suelen furtivamente introducirse en los libros transmitidos de uno en otro por muchos siglos.
Hace algunos decenios, unos pocos de los estudiosos de la Biblia emplearon esa crítica absolutamente a su capricho, y no pocas veces como introduciendo en el texto sagrado sus opiniones prejuzgadas, pero hoy ha llegado a adquirir tal estabilidad y seguridad de leyes, que se ha convertido en un insigne instrumento para editar con más pureza y esmero la divina palabra, y fácilmente puede descubrirse cualquier abuso. La Iglesia ya desde los primeros siglos hasta nuestros días ha tenido gran estima de estos estudios del arte de la crítica. Así es que hoy, después que la disciplina de este arte ha llegado a tanta perfección, es un oficio honrado, aunque no siempre fácil, procurar por todos los medios que cuanto antes, por parte de los católicos, se preparen oportunamente ediciones, tanto de los sagrados libros como de las versiones antiguas, hechas conforme a estas normas, que junten, con una reverencia suma del sagrado texto, la escrupulosa observancia de todas las leyes críticas. Y ténganlo todos por bien sabido que este largo trabajo no solamente es necesario para penetrar bien los escritos dados por divina inspiración, sino que, además, es reclamado por la misma piedad, por la que debemos estar sumamente agradecidos a aquel Dios providentísimo, que desde el trono de su majestad nos envió estos libros a manera de cartas paternales como a propios hijos.
Nadie piense que este uso de los textos primitivos, conforme a la razón de la crítica sea en modo alguno contrario a aquellas prescripciones que sabiamente estableció el concilio de Trento acerca de la Vulgata latina. Documentalmente consta qua a los presidentes del concilio se dio el encargo de rogar al Sumo Pontífice, en nombre del mismo santo sínodo —como, en efecto, lo hicieron—, mandase corregir primero la edición latina, y luego, en cuanto se pudiese, la griega y la hebrea, con el designio de divulgarla, al fin, para utilidad de la santa Iglesia de Dios. Y si bien, a la verdad, a este deseo no pudo responderse plenamente entonces, por las dificultades de los tiempos y otros impedimentos, confiamos que al presente, aunadas las fuerzas de los doctores católicos, se pueda satisfacer con más perfección y amplitud.
[De la Encíclica Divino Afflante Spiritu, de S.S. Pío XII, de Septiembre 30 de 1943].