La Providencia divina llamó a Pablo VI a guiar la Iglesia en un período histórico caracterizado por muchos desafíos y problemas. Al repasar con el pensamiento los años de su pontificado, impresiona el celo misionero que lo animó y lo impulsó a emprender arduos viajes apostólicos incluso a naciones lejanas y a realizar gestos de gran alcance eclesial, misionero y ecuménico.
El nombre de este Pontífice ha quedado unido sobre todo al concilio ecuménico Vaticano ii. El Señor quiso que un hijo de Brescia se convirtiera en timonel de la barca de Pedro precisamente durante la celebración de la asamblea conciliar y durante los años de su primera puesta en práctica.
Con el paso de los años resulta cada vez más evidente la importancia de su pontificado para la Iglesia y para el mundo, así como la inestimable herencia de magisterio y de virtudes que legó a los creyentes y a toda la humanidad.
Han pasado treinta años desde aquel 6 de agosto de 1978, cuando, en la residencia estival de Castelgandolfo, murió el Papa Pablo vi. Era la tarde del día en que la Iglesia celebra el misterio luminoso de la Transfiguración de Cristo. En el texto preparado para el Ángelus del 6 de agosto, que no pudo pronunciar, dirigiendo la mirada a Cristo transfigurado había escrito: “Ese cuerpo que se transfigura ante los ojos atónitos de los Apóstoles es el cuerpo de Cristo, nuestro hermano, pero es también nuestro cuerpo destinado a la gloria; la luz que le inunda es y será también nuestra parte de herencia y de esplendor. Estamos llamados a compartir tan gran gloria, porque somos “partícipes de la divina naturaleza”” (L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 13 de agosto de 1978, p. 3).
Al recordar su piadosa muerte, doy fervientes gracias a Dios por haber dado a la Iglesia a un Pastor, fiel testigo de Cristo Señor, enamorado de modo tan sincero y profundo de la Iglesia y tan cercano a las expectativas y a las esperanzas de los hombres de su tiempo, deseando vivamente que cada miembro del pueblo de Dios honre su memoria con el compromiso de una sincera y constante búsqueda de la verdad.
[Carta de Benedicto XVI al Obispo de Brescia, el 26 de Julio de 2008].