Hace varios años tuve ocasión de predicar un retiro espiritual a un grupo de religiosas en Loja. Ya con ocasión de ese viaje aprendí, como colombiano que soy, a amar a nuestro vecino y hermano país, el Ecuador. Mi sentimiento de afecto y mi deseo de toda bendición para esa querida nación han aumentado con motivo de la reciente misión que allí pude realizar, del 6 al 12 de enero pasados.
¿Qué encontré? Invitado por la Renovación Carismática Católica, mi entorno fue el de los Grupos de Oración. Amor fraterno, alegría espontánea, fervor en la alabanza, hambre de la Palabra de Dios, son algunas de las señales que marcaron positivamente mi estadía en Quito, en donde prácticamente se desarrolló mi apostolado.
Por supuesto, hay grandes necesidades también. No soy nadie para juzgar y por supuesto está lejos de mí considerarme conocedor de las realidades internas del Ecuador. Sin embargo, creo que es deber nuestro orar para que las tensiones internas que vive un país tan querido no conduzcan a brotes de violencia civil, o de populismo instigado por las más altas esferas del gobierno actual. Lo que menos necesitan nuestras naciones es el viento agrio de la discordia, y sin embargo, el lenguaje desobligante y duro del actual presidente contra algunos sectores de la población parece empujar en esa dirección.
Bajo pretexto de buscar una justicia social (al estilo de la desueta “lucha de clases” marxista) se está volviendo común un lenguaje en el que no falta el desprecio, o en que se hacen generalizaciones finalmente calumniosas. Ecuador no se merece eso. Si ha habido injusticias sociales, y sí que las ha habido, como en tantos otros países, el remedio no es azuzar espíritus de violencia, ni crear aguas revueltas donde los oportunistas buscan solamente su provecho.
A un nivel distinto, debo decir que salí del Ecuador con el corazón encogido por ver a tantas personas que han padecido o padecen depresión, motivada por diversas causas, entre las cuales suele estar la inestabilidad misma de la institución más sagrada de la sociedad, es decir, la familia. Como suele suceder en estos casos, la fragilidad de los hogares corre paralela con la fragilidad de los corazones. El efecto final es que muchas personas sienten que naufragan en medio de la soledad, víctimas de diversas formas de egoísmo. Esta clase de situaciones no es exclusiva de un país como Ecuador, y de hecho, uno podría decir que los valores aún se conservan más en la sociedad ecuatoriana que en muchos otros lugares; pero precisamente porque cada familia y cada alma son tan preciosos ante Dios es necesario que todos entendamos que no cabe ahorrar fuerzas en el anuncio de la Buena Nueva de Cristo tanto en las grandes ciudades como en todos los rincones.
En este sentido creo que la Renovación Carismática ha sido y es un instrumento muy válido de evangelización. Con una estructura sencilla, casi mínima, la Renovación ha llevado la certeza del amor de Dios a miles y probablemente millones de personas en Ecuador, así como lo ha hecho en otras partes del mundo. A través de experiencias profundas de ser “sanados” y “liberados” muchos sienten que la redención no es simplemente un concepto sino una realidad de vida, algo de lo que pueden hablar en primera persona. Cuando nos reunimos en el Coliseo del Colegio San Gabriel, por ejemplo, para celebrar la Fiesta del Bautismo del Señor, lo que vimos fue esto: centenares de parejas aprendiendo a pedirse perdón, y aprendiendo a decir con el corazón que un nuevo comienzo es posible desde Cristo, roca fundamental y piedra angular.
Dejo aquí, pues, mi testimonio agradecido del amor de Dios que recibí en tierras del Ecuador, y deseo toda bendición para un país que hoy siento más hermano que nunca.