Amo el Adviento. Lo amó apasionadamente, y necesito contarles por qué.
- El Adviento es un privilegio, o digo mejor: un acto precioso de condescendencia divina.
- Es un despertador que revela los límites de lo que termina, para llamarnos hacia aquello que no tiene límite ni término.
- Es el tiempo por excelencia para la esperanza.
- Son semanas de genuina catequesis, sentados junto al fogón del amor de los profetas.
- Es una escuela que tiene el estilo y la impronta de la Virgen de Nazareth.
- Es como una metáfora gigantesca de lo que es la Iglesia entera en este mundo… hasta que el Señor vuelva.
- Es un retiro espiriual para mil millones de personas.
- Es el recordatorio del lugar irreemplazable de la ternura y la mansedumbre como casa que preparamos a Jesús.
- Es el momento para sentirnos más hermanos que nunca de los judíos, y de todos aquellos que sabiéndolo o sin saber, aguardan al Mesías y su salvación.
- Bien vivido, es una senda de profundo autoconocimiento a la luz de Dios.
- Es tiempo para darnos cuenta de cuántas cosas ya no necesitamos, y por tanto, para hacer más liviana y generosa la vida.
- Tiempo para “hacer hambre” de modo que el banquete del Pan de Vida–que es Cristo–nos encuentre preparados y alegres.
- Es la época del año en que el Antiguo Testamento se hace diáfano, y el Nuevo Testamento, deslumbrante.
- Son días de oración y de escucha, días sobre todo para aprender que ninguna presencia de Cristo será suficiente hasta que llegue el día en que él sea todo en todos.
- Tiempo que condensa la experiencia del desierto y la alegría del Jordán.