PERDONARSE A SÍ MISMO: Entremos a reflexionar el tema el perdón a sí mismo, que según varios analistas, constituye el momento decisivo en el proceso del perdón. En efecto, el perdón a Dios y el perdón a los otros tiene que pasar por el perdón que yo me conceda a mí mismo. Quien quiere perdonar pero no logra perdonarse a sí mismo es como quien se mete al mar sin saber nadar. Se convierte en juguete de las olas. Lo esencial de toda sanación es aprender a perdonarse a sí mismo, pues desde allí viene la práctica para el perdón a los demás. Solo el perdón que te otorgues a ti mismo logrará restablecer la paz, la armonía interior y hará posible que podamos abrirnos al perdón al otro.
Origen del desprecio a sí mismo: El corazón se va envejeciendo por el pecado, el odio, la falta de perdón. A partir del pecado nuestro corazón se ha llenado de debilidad, culpabilidad, agresividad que, a veces, es dirigida contra los hermanos más cercanos. Puede ser que uno haya sido marcado por reproches humillantes de parte de padres, familiares, educadores: ¡eres un bruto! ¡no sirves para nada! ¡eres un inútil! O se nos marcó con silencios terribles o nos hicieron pasar vergüenzas ante los demás por habernos comportado de una manera que parecía reprensible ante los mayores. Somos seres repletos de culpabilidad. Esta puede comenzar ya desde el seno materno, por ejemplo, al no ser acogido, al no ser deseado, o al no ser aquello que se esperaba: niño o niña; todo eso hace que nos sintamos culpables de vivir. Son muy diversos los orígenes de la culpabilidad, y se continúa así porque no se ha descubierto aún la realidad profunda, transformadora del perdón.
Un corazón nuevo: El autoperdón, como el perdón en general, es el regalo maravilloso que nos ofrece el Señor, de un trasplante de corazón, de un cambio que sólo El puede realizar en nosotros. Cuando somos indiferentes u odiamos, se ha atrofiado ya nuestro corazón, se ha endurecido como la piedra y es urgente cambiarlo, realizar un trasplante. Así lo reconoce y lo promete el Señor: “Les daré un corazón nuevo…quitaré de ustedes el corazón de piedra y les daré un corazón de carne” (Ez 36,26). Cuando el corazón experimenta el desamor y avanza por ese camino, se va endureciendo y se va haciendo cada vez más difícil el amor. Los remedios ordinarios no actúan y es necesario un cambio del corazón, que solo Dios puede hacer.
Con el corazón nuevo, que nos regala el Espíritu Santo, podemos iniciar nuevamente el proceso integral del amor, aprendiendo a amarnos y aceptarnos a nosotros mismos, continuando con la aceptación de los otros y de Dios.
Poder perdonarse a sí mismo es un a experiencia transformadora. Mucho más que vivir en la forma en que se vivía cuando se era incapaz de perdonar. Y esta experiencia abre los raudales del amor para ser capaz también de perdonar a los demás, a Dios. Poder perdonar no se logra con aspirinas, con medios humanos. Es toda una cirugía que realiza el gran Médico divino, el Espíritu Santo.
Un nuevo nacimiento: Poder perdonar es recibir, igualmente, la gracia de un nuevo nacimiento, regalo del Espíritu Santo. Solo El realiza ese cambio interior que nos hace capaces de vivir de nuevo el amor con los demás, que nos llena de luz, de paz, de gozo, de esperanza. Cuando esto sucede es porque hemos recibido y se ha realizado en nosotros el milagro sorprendente, el don fabuloso del nuevo nacimiento, como le explicaba el Señor a un teólogo de su tiempo: “El que no nazca de nuevo del agua y del Espíritu, no puede entrar en el Reino de Dios” (Jn 3,5-7). Sólo con el Espíritu Santo, que es Amor, podremos comenzar a perdonar, podremos empezar de nuevo a amar.
Con este regalo del Señor entramos por la autopista de la aceptación de nosotros mismos. Y realizada esa aventura maravillosa, ya podemos viajar con facilidad por las diversas carreteras del perdón a los padres, a la pareja, a los familiares, educadores y demás hermanos. Y es que perdonarse a sí mismo es, quizás, el mayor desafío que podemos encontrar en el vida.
Qué es perdonarse a sí mismo: Perdonarse a uno mismo no significa justificar un comportamiento. Tampoco supone no sentir remordimiento por el pasado, pues este se da cuando se ha amado de verdad a ciertas personas; pero deja de convertirse en una fuerza emocional predominante y es sustituido por la misericordia y la bondad. Podemos reprimir la rabia o la culpabilidad, haciéndonos creer que todo está bien. Por eso, el perdón a sí mismo requiere una total sinceridad, que hace brillar la luz de la verdad sobre cada rincón oscuro de nuestro yo.
Además, se requiere valor para reconocer la verdad de nuestra experiencia negativa, para aceptar el miedo, la humillación, la vergüenza, la tristeza, el despecho y hasta el odio por nosotros mismos. La experiencia del perdón a sí mismo es una fuerza y un estímulo necesarios para continuar el proceso de sanación de nosotros mismos, iniciado con el autoperdón. Pero es necesaria una oración fiel, confiada, pidiendo la gracia de poder perdonarse.
Un hecho: Una señora sufría insomnios desde hacía veinte años. Se había casado hacia los 16 con un hombre de 30. La diferencia de edad era muy grande. Cuando esta mujer llegó a los 20, se enamoró de otro hombre joven y engañó a su marido. Esa relación duró hasta que su amante murió. Después de esto ella tomó conciencia de su pecado y se confesó, pero no podía encontrar la paz ni reconciliar el sueño.
En un grupo de oración pidió que oraran por ella. En la oración alguien recibió una visión donde aparecía esta mujer llevando una tumba sobre su cabeza. Orando por discernimiento se descubrió la infidelidad de la mujer y que ella necesitaba, además del perdón sacramental, perdonarse a sí misma. La mujer respondió que ya había confesado su pecado y que en cada confesión volvía a confesarlo nuevamente, pero que se sentía incapaz de perdonarse a sí misma el haber sido infiel.
Preguntó si no sería bueno poner a su marido al corriente de su infidelidad, pero se le hizo ver que era preferible callar, y lo urgente era perdonarse a sí misma, pedir a Jesucristo la gracia de entrar en una actitud de perdón y reconciliación consigo misma. Se decidió a pedir la gracia y logró perdonarse su infidelidad. Pocos días después, radiante de alegría, dijo: “¡por primera vez he dormido toda la noche!
La culpabilidad nos corroe y nos destruye, porque ordinariamente somos para con nosotros mismos los peores jueces. Nos juzgamos más duramente que Dios, que es amor y ternura. Es necesario recibir la gracia y perdonarnos a nosotros mismos para lograr vivir en equilibrio, en paz.