137.1. En el Nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo.
137.2. Con la palabra “amén” se designa, entre otras cosas, la acogida a aquello que ha sido anunciado, es decir, el asentimiento de mente y de corazón a lo que Dios, en últimas, ofrece al hombre. Piensa cómo es cierto que esta sola palabra constituye una pequeña pero muy elocuente oración, con la cual ciertamente puedes entregarte a Dios con todo lo que eres, lo que fuiste y lo que serás.
137.3. Puedes decir, incluso, que la santidad no es otra cosa sino aprender a pronunciar “amén,” desde luego que no sólo con la pequeñez de las palabras que se deshacen llevadas por el viento, sino con la riqueza de sentida que la vida da a esas palabras.
137.4. Dios tiene un plan para tu vida; la voluntaria y amorosa acogida a ese plan es tu manera de pronunciar “amén” en su presencia, y por lo tanto, tu modo de llevar a plenitud su amorosa voluntad en ti. ¿Puede haber algo más grande o más hermoso?
137.5. Sé bien que estas formulaciones de la santidad cristiana como “acogida” engendran alguna resistencia en ti. Te preguntas: ¿cómo tener ideales, cómo sentir que se está luchando por algo, si cualquier cosa que suceda deberé recibirla con un “amén”? No es poca inquietud ni liviana cosa. Deja que yo también haga una pregunta: ¿Has reparado a conciencia en qué es lo que te disgusta de lo que te disgusta? La airada reacción ante aquello que te contradice parece de lo más natural, pero ¿te has preguntado qué hay en ello? El disgusto es un sentimiento humano mucho más complejo de lo que parece, y por eso hoy que te hablo del “amén” debo hacer ante ti una disección de lo que suele haber en esos arranques apasionados de desaprobación, ira o tristeza.
137.6. Pensemos, por ejemplo, en un robo. Estás por la calle, y de repente tus cavilaciones son interrumpidas por el grito aterrorizado de una mujer a la que acaban de raparle su costoso reloj. La gente que ve la escena, y entre ellos tú mismo, no reacciona con agilidad, en parte por la sorpresa y en parte por el temor. Cuando por fin alguien, quizá no tú, se atreve a decir algo, dice cualquier simplicidad como: “¡Llamen a la policía!.” Su propuesta ha sido dicha demasiado tarde y por eso, mientras el ladronzuelo ya está muy lejos, una vaga sensación de remordimiento y desaprobación se adueña de ti. Como en un acelerado carrusel los interrogantes y las exclamaciones te dan vueltas: “¿Por qué no hice nada?;” “¡Tal vez a mí me hubieran respetado o escuchado!;” “De veras que la indiferencia y el individualismo se están comiendo a este país, o quizá al mundo entero;” “¡Pobre señora! Pero, ¿a quién se le ocurre salir con un reloj de esos por estas calles? ¡Eso sí es ser muy tonto o muy ingenuo!;” “Claro que es una desgracia vivir uno así, siempre con miedo, siempre escondiéndose, siempre esperando la mala hora en que cualquier aprovechado o drogadicto arrase con la poca paz que uno tiene;” “Aunque, ¿quién sabe? Uno no debe aprobar los robos pero ya el Derecho ha hablado del delito famélico. No es imposible que ese robo intente remediar en algo un hambre atrasada y terrible. Ya demás, ¿quién asegura que el dinero de esa mujer o de su esposo no es también fruto de algún robo, quizá hecho con más delicadeza y disimulo? Por lo menos este rapazuelo apuesta su pellejo, mientras que los que roban con elegancia obran sobre seguro…”
137.7. He repetido expresiones que te he oído; argumentos que tú has planteado en uno o en otro sentido. ¿Ves, pues, cómo no es fácil desentrañar todo lo que hay en un disgusto? En tu actitud, de hecho, hay varias porciones o partes. Una parte de todas tus quejas o reprobaciones intenta liberarte de tu parte de responsabilidad por no haber obrado como luego ves que hubieras podido y debido obrar. Con esta parte intentas defenderte tú. Eres “activo” y detestarías ser “pasivo” en lo que atañe a esa parte, porque tus intereses están en juego, sobre todo con respecto a la imagen que tienes de ti mismo. Puedes estar seguro de que Dios no te va a aprobar esa actitud “activa” o “anti-pasiva,” porque ya ves que es como una máscara que no te deja reconocer plenamente lo que eres y cómo actúas.
137.8. Otra parte de tu reacción tiene su fuente en la compasión. No es una parte muy grande todavía en tu vida, pero sin duda existe. Supongamos que ya estuvieras en la actitud de la acogida plena al querer divino, y a decir “amén” a su voluntad. ¿Una actitud así frenaría el ejercicio de la misericordia? Desde luego que no. La misericordia te hace receptivo del dolor de tu prójimo aproximándote al modo como Dios le mira y ama. Así también te dispone a obrar con él como Dios lo hace. Tu “amén” en lo que respecta a esta otra parte no interrumpe sino que consolida tu respuesta.
137.9. Finalmente, hay por lo menos una tercera parte en tu disgusto: es la que nace de la búsqueda de una comprensión más cabal de sus causas y circunstancias, y del deseo de solucionar más radicalmente sus raíces. Lejos de lo que a veces se piensa o dice, la actitud de “amén,” es decir, de acogida del querer divino, no interrumpe sino que dilata el amor contemplativo y por lo tanto la disposición a la verdad y la apertura a la realidad de las cosas.
137.10. Como ves, tu “amén” purifica e ilumina tu corazón y te dispone a obrar a la manera de Dios. No lo pienses más: ese es tu camino. Deja que te invite a la alegría. Dios te ama; su amor es eterno.