133.1. En el Nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo.
133.2. Mientras que, para el mundo, obedecer es humillarse, porque supone estar “bajo” la potestad o el querer de otro, en el pensamiento y las disposiciones de Dios obedecer es el único camino que te lleva genuinamente “más allá” o “por encima” de ti mismo. El tamaño de quien no obedece a nadie es lo que alcancen a ver sus ojos y lo que puedan lograr sus brazos. El alcance de quien sabe obedecer es tan grande como la mirada de aquel a quien obedece, y su fuerza es tan grande como la de aquel cuya dirección sigue.
133.3. La obediencia cuesta trabajo. Esto lo saben multitud de mortales. Mas si un hombre está perdido en medio de una jungla pavorosa y, ya a punto de desfallecer de hambre, sed y cansancio, se encuentra a un nativo del lugar, dime: ¿considerará una “humillación” seguir las indicaciones que aquel nativo le dé? El mismo hombre, sin embargo, si ya está recuperado de su pérdida en la jungla y vive ya en su propia casa y camina por las calles de su barrio, ¿qué diría si de pronto otro habitante de la misma ciudad le dijera: “este es el recorrido que Ud. debe hacer en esta tarde de paseo”? ¡De seguro rechazaría con risa o con ira semejante intromisión y consideraría burlesco o humillante que alguien se haya atrevido a decirlo por dónde debe ir!
133.4. De este ejemplo puedes aprender que la obediencia comienza donde comienza la percepción de tu ignorancia. Se necesita perplejidad para llegar a obedecer. Pero, ¡atención!, no hablo aquí de la perplejidad irresponsable de quien delega en otros los que debiera hacer o haber hecho, lo que debiera conocer o haber conocido. Hablo de la perplejidad que nace en el alma de los sabios, cuando se asombran de la impertérrita hondura del abismo en que queda suspendida la conciencia cuando medita con sinceridad en su propia condición, su origen y su destino.
133.5. Los niños suelen ser obedientes. Si el papá le dice a su hijo: “hoy vamos al dentista, y mañana al parque,” el niño no suele tener verdaderos argumentos para contradecir, y por eso termina cediendo. Atención: aquí más que obediencia hay sometimiento; la obediencia incluye el ser entero, y en él, la capacidad de razonar, preguntar, investigar. Sólo cuando el ser entero se asoma a su propia perplejidad, y en ella, a los límites no sólo de sus respuestas sino incluso de sus preguntas, sólo entonces empieza a obedecer con toda el alma.
133.6. En efecto, el necio no entiende cuánto desconoce, y por eso considera como un absoluto sus respuestas; el sabio presiente cuánto ignora, y por eso pondera y ofrece humildemente sus respuestas; pero sólo el obediente conoce que carece incluso de los caminos para buscar aquellas respuestas que quisiera, y sabe de cierto que si las hallara no necesariamente habría encontrado lo que buscaba. Ha palpado no sólo los límites de sus respuestas sino también de sus preguntas y de su preguntar. Por esto el obediente tiene una inmensa capacidad para recibir el ser, porque en su actitud existencial vive como en manos de Aquel que pudo hacerlo y que sabe rehacerlo.
133.7. Porque debes saber que obediencia, como tal, sólo existe en referencia a Dios, de donde vino Pablo a decir: «Sométanse todos a las autoridades constituidas, pues no hay autoridad que no provenga de Dios, y las que existen, por Dios han sido constituidas» (Rom 13,1). No es este el momento para aclararte en qué momento o circunstancias una autoridad deja de ser legítima ni qué caminos habría que seguir en tal caso. Por ahora estimo como más importante que descubras que el acto pleno de rendición de la voluntad sólo puede darse en referencia a Aquel que puede obrar en la voluntad sin suprimirla, y este es sólo Dios.
133.8. Por ello mismo, la obediencia es un genuino acto de adoración, el más precioso que la creatura racional, en cuanto racional, puede ofrecer a Dios, su Señor. Sigue tú ese camino, y gózate en la bendición de quien más y mejor te ama.