129.1. El momento más grande, es decir, el de la revelación fundamental de Jesucristo, fue la hora de la Cruz. Y el momento más grande y el de la gran revelación del Espíritu fue Pentecostés. Serás cristiano cuando percibas la grandeza del Espíritu en el terrible oprobio de la Cruz, y cuando descubras la humillación del Crucificado como manantial de Pentecostés.
129.2. Hay cristianos que quisieran quedarse con la Cruz, y otros cristianos que quisieran vivir sólo en Pentecostés. Estos son dos errores, y tú debes evitarlos y ayudar a que otros los eviten. La Cruz es como la excavación profunda en el cieno de la miseria humana, y por eso mismo como una fuente de la que han brotado las fuentes de la salvación en ese maravilloso surtidor del Espíritu que salta hasta la vida eterna. Pentecostés es como la descripción más honda de todo aquello que palpitaba en el corazón del Crucificado. Juan, el evangelista, ha querido condensar preciosamente estos dos misterios cuando ha escrito que en el momento final de su donación de amor hasta la muerte Jesús “entregó el Espíritu” (Jn 19,30).
129.3. Otro modo de ver la intrínseca relación entre estos dos misterios es decir que Pentecostés es la respuesta a la súplica de la Cruz. O también decir que en la Cruz aconteció un Pentecostés interior, por llamarlo así, esto es, una derramamiento del Espíritu que en aquella hora reveló todo su poder en la humanidad de Cristo, así como luego, al ritmo de los siglos, habría de mostrarla en toda la extensión del Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia.
129.4. Lucas anota que es el poder del Espíritu el que mueve a Cristo a realizar milagros y prodigios (Lc 4,1.4; cf. 4,18). Esta obra tiene su culminación allí donde la ceguera de la humanidad, y no sólo la de algunos hombres ciegos, fue sanada, a saber, en la Cruz. Y di otro tanto de los demás milagros y las demás obras y todos los silencios y palabras de Nuestro Señor Jesucristo durante su ministerio terreno: todos ellos fueron ungidos y por decirlo así “engendrados” en el poder magnífico del Espíritu, y todos ellos tuvieron su perfección en la hora del Calvario. Así descubres que el nexo que une al tormento del dolor y al fuego del amor no es extrínseco, sino connatural y necesario.
129.5. Luego el proceso continúa, y en cierto modo se invierte: desde Pentecostés la señal de los verdaderos espirituales será la capacidad de sufrir por amor, razón por la cual la Carta a los Hebreos exhorta con vigor y dice: “No habéis sufrido hasta la sangre” (Heb 12,4). ¡En Cristo y en los cristianos la señal de verdadero espíritu está en el amor que se entrega, y esto siempre supone renuncia y cruz! Mas, al propio tiempo: ¡la señal de verdadera cruz está en el amor que tiene el sello jubiloso y victorioso de Pentecostés!
129.6. La Cruz tiene su propia ebriedad, como quedó claro en las palabras de Cristo y en el cáliz que Él llamó “cáliz de su Sangre.” También Pentecostés tiene su propia ebriedad, como quedó claro en el reproche calumnioso de los que se burlaban del gozo de los Apóstoles (Hch 2,13). La primera es una ebriedad de dolor, y la segunda una ebriedad de gozo. En el orden de lo natural, estos modos de ebriedad son incompatibles, o por lo menos lo parecen. Dios, en cambio ha querido reunirlos de modo que la tristeza nazca de la intensidad del amor porque Dios no es amado, y de esa tristeza brote un amor que embriaga de gozo por el amor ofrecido por Dios y ofrecido a Dios.
129.7. esta es la vida de los santos, y esta debe ser tu vida: dulce embriaguez de amor y de dolor que sabe llorar los pecados y celebrar la misericordia, y que con un mismo cántico entrega la pobreza más grande y acoge la riqueza inconmensurable y firmísima, la que sólo Dios puede dar.
129.8. Ya sabes a que alegría te invito cuando te invito a la alegría; ya sabes de qué amor te hablo cuando te declaro el amor de Dios y el mío. Te bendigo, en el Nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.