Está visto que los temas de sexualidad despiertan un interés inmenso, que puede crear la falsa idea de que la moral es solo y siempre moral sexual. La verdad es que, como bien indica Santo Tomás en su prólogo a la Segunda Parte de la Suma, es moral todo aquello que hace relación a nuestro avance (o retroceso) en el camino de retorno a Dios. Y eso incluye muchas cosas.
Pienso por ejemplo en el asunto de los impuestos. Somalia es lo que en inglés llaman una “failed republic.” Tu sabes que el dinero se lo van a robar los del gobierno de turno. ¿Cuánto es obligatorio dar al fisco? ¿Qué tan grave es la falta de quien se decide a vivir sin pagar impuestos? Algo parecido, con algunas diferencias, sé yo que sucede en Paraguay, como me lo han dicho paraguayos mismos.
Otro ejemplo: la piratería. Una compañía gigante, digamos Microsoft, decide que no te vende sus productos sino que solo compras licencias para usarlos. Como el producto por el que pagas–y es bastante lo que pagas–no es tuyo, legalmente no puedes darlo a nadie: cada quien debe comprar su propia licencia, dice Microsoft. El problema está en que el precio de esa licencia lo determina unilateralmente quien diseña los programas, de modo que los márgenes de ganancia quedan también en el solo arbitrio, o casi en el solo arbitrio de ellos. Este modo de hacer las cosas priva automáticamente a millones de personas del acceso a esa tecnología. ¿Qué tan grave es tratar de romper sus mecanismos de control para que otros accedan a bajo precio, o gratis, a los mismos programas? Y el que tenga su ordenador libre de programas piratas, que tire la primera piedra.
Con la música o los vídeos la situación es incluso más complicada. Se supone que uno antes compraba un CD y podía oírlo con los amigos en casa. Pero si yo le paso mi música a mi amigo estoy en terreno del delito. Si nos sentamos en la sala de mi casa y lo oímos a un tiempo, es válido, si se lo envío para que el lo escuche según su tiempo, es un delito. ¿Qué tan grave es ese delito?
Otro problema ahora. Uno de mis favoritos, como colombiano que soy. Dado que nací en la República de Colombia necesito visas para ir a casi cualquier país del mundo, sobre todo del mundo llamado “desarrollado.” El único lugar de ese mundo que nos recibe a los colombianos sin visa es Hong Kong. O sea que si no voy a entrevistar a Jackie Chang sino a un especialista en Lonergan, en Canadá, necesito visa.
Es normal hasta cierto punto: un país debe cuidar sus fronteras y no puede dejar entrar a cualquiera. Pero a eso se agregan dos cosas. Primera, los costos de la visa, que son pagados siempre en moneda extranjera y al precio determinado por el país que lo va a dejar a uno entrar (aunque si no te dejan entrar, igual te cobran). Segundo, está el mapa de las visas. Pregúntate quién las necesita para ir a dónde y tienes de inmediato un mapa de la división Norte-Sur. O sea: la riqueza circula, las materias primas circulan, las personas, no. El sistema de visas, sobre todo de visas de trabajo, consagra la distribución actual de la riqueza asegurándose de que quien es pobre tenga dificultades adicionales para mejorar su situación.
Nadie piense que soy romántico con respecto a la pobreza o los pobres. La mayoría son oportunistas, y un número no pequeño es desagradecido. Muchos son duros con los de su propia etnia, país o clase, y a menudo el que logra surgir se vuelve el peor tirano de su grupo o familia. Otros, por supuesto, brillan por su generosidad y solidaridad. En cualquier caso, los pecados o vicios de unos no quitan la seriedad de las preguntas morales aquí presentadas.
En algunos casos la situación es graciosa. Si compras un paquete de hojas, una resma de unas 500, por ejemplo, parte del precio que te cobran es para pagar los daños que reciben los editores e impresores por causa de las muchas fotocopias de libros que la gente hace. Lo mismo vale para los CDs vírgenes, por lo menos los que se compran legalmente: las empresas de música te cobran por adelantado la posibilidad de usar lo que compras ilegalmente. Es decir: admiten que habrá delito y te cobran una tasa que disminuye o elimine las pérdidas económicas de ellos, de modo que si no cometes el delito, por ejemplo, de copiar música pirata, entonces ellos han cometido el delito de cobrarte un sobreprecio. Las cifras de las que hablamos son céntimos, pero si los sumas, ya sabes que serán millones.
Además, ¿qué es lo justo en términos de derechos de autor, propiedad intelectual, copyright o como se le llame? Estamos todos de acuerdo en que algo se debe al creador de un nuevo proyecto o al autor de una obra literaria. Pero, ¿cuánto y por cuánto tiempo? No hace mucho Amazon sacó al mercado un lector de libros electrónicos, el famoso Kindle. Los precios de las obras que se pueden leer en ese aparato, que no gasta papel, no destruye bosques y cuya distribución cuesta literalmente centavos, siguen siendo altos; bastante próximos a la obra impresa en papel. ¿Por qué? Por los derechos de autor. No digo que no deban existir, pero ¿quién determina el monto? ¿La “mano invisible” de Adam Smith?