127. Rodeado por el Amor

127.1. Así como tantas maravillas de la naturaleza visible suceden sin gran ruido ni aparato, así también los grandes prodigios de la gracia suelen estar rodeados por un denso silencio, no de ausencia sino de austera majestad.

127.2. Medita, por ejemplo, en la presencia eucarística. Es un milagro continuo, cercano inmenso, y, sin embargo, silencioso. Hay vidas así, como los sagrarios: llevan dentro incalculables tesoros, pero desde fuera sólo alcanzarías a ver modestas y vacilantes lamparillas, suficientes, empero, para conducirte a los portentos interiores.

127.3. La primera enseñanza que esta consideración puede traer a tu vida es obvia: tu tarea es ser lo que debes ser, pues no te va a alcanzar la vida para vivir y al mismo tiempo hacer propaganda de lo que vives. Pero hay otra conclusión posible: así como es dañino hurgar en las vidas buscando en ellas los rastros del pecado, así también es saludable contemplarlas con admiración y, especialmente en esas que son como florecillas silvestres sin aplauso ni público, reconocer el paso del Espíritu de Dios.

127.4. La verdad es ésta, que así como se envenena el alma con la murmuración, así se alimenta el alma con esas contemplaciones agradecidas y humildes. Si hay gente que parece que dedica su vida a destruir vidas, sé tú de aquellos que cultiva el bien en los demás incluso ayudándoselo a ver. Pronto notarás que la admiración sincera del bien ajeno hace en ti la obra que no lograbas limitándote a castigar el mal propio.

127.5. Ahora bien, el sagrario tiene una lamparilla y una cerradura. En cierto modo estas dos se oponen, pues la lámpara te atrae y la cerradura de detiene. Pero hay un momento en que la luz de la pequeña lámpara gana, a saber, cuando llega el momento de alimentar a los fieles con aquellas Hostias que hasta entonces estaban vedadas y custodiadas. Ante la fe de la Iglesia, el amor de la Iglesia y el hambre de la misma Iglesia, la llave está presta y la puerta se abre.

127.6. En esto también hay una preciosa comparación para ti. Puesto que cada persona es imagen y semejanza de Dios, en cada una hay una huella de Cristo, especialmente clara en quienes han sido lavados con la gracia bautismal, y singularmente en quienes tienen viva esa gracia, que es como la lámpara encendida. Pues bien, ese Cristo no debe quedarse para siempre ahí oculto y guardado. Debe salir y ser alimento de la Iglesia, es decir, cada persona ha de dar a Cristo para verdaderamente poseerlo, pues también es cierto que nadie querría un sagrario que de ningún modo se pudiera abrir.

127.7. Mas el Cristo que hay en tu hermano no saldrá por la violencia sino, como en el caso del sagrario, ante la fe viva y el amor patente de la Iglesia. Rodea a una persona del amor de la Iglesia; sumérgela en la fe de la Iglesia y luego muéstrale el hambre que hay en la Iglesia. Entonces la persona te dará su propia llave, y tú como ministro de Cristo y de la Iglesia podrás abrir esos magníficos tesoros.

127.8. En orden a que los corazones se abran, es preciso, pues, que el amor rodee y que el amor llame. En realidad toda vocación está hecha de eso, de amor que rodea y amor que llama. El amor que rodea es el que convence a la persona del bien que luego va a anunciar con su testimonio y con sus palabras. El amor que llama es la necesidad que la persona descubre en su prójimo, y que lo mueve a transmitir de lo mismo que lo ha rodeado y convencido. Si el amor rodea, pero no llama, la persona se siente más importante que el resto del universo y se engríe y envanece en su egoísmo. Si el amor llama, pero no ha rodeado a la persona, ella sentirá que su corazón se le desgarra, pero no podrá ser feliz en el camino de su supuesta vocación.

127.9. A ti sí que te ha rodeado el amor, y sí que te ha amado. Y por eso tu vocación es clara y bella, para gloria de Dios. Yo te lo he dicho: Él te ama, y su amor es eterno.