124.1. Hay que hablar también de las maldiciones. No es tema grato, pero sí necesario, y contigo yo debo preferir lo necesario a lo grato.
124.2. La sola expresión “¡maldito!” hace temblar tu alma. Y sin embargo, la Escritura habla de maldiciones, así como habla de oscuridades y tinieblas. No puedes cambiar aquella promesa de Dios a Abrahán: «Bendeciré a quienes te bendigan y maldeciré a quienes te maldigan. Por ti se bendecirán todos los linajes de la tierra» (Gén 12,3). El amor de Dios por Abrahán queda aquí dramáticamente manifiesto. Si bendecir significara simplemente “desear el bien,” y maldecir “desear el mal,” ¡Dios está diciendo que deseará bienes o males a los que se los deseen a Abrahán!
124.3. Para tu mente es un enigma que Dios pueda maldecir, sobre todo porque hay una prohibición en la Escritura: «Bendecid a los que os persiguen, no maldigáis» (Rom 12,14). Pero ese texto lo que está diciendo es que la maldición no es un modo de responder a la persecución.
124.4. En la maldición hay que distinguir la intención y la declaración. Cuando es Dios quien habla, estas dos cosas parecen una misma, por el hecho de que todo proviene de Él, que es el único Creador de todo. Pero aunque esto es cierto, también es verdad que en aquellas creaturas que Él quiso libres su declaración y su intención no coinciden completamente: la declaración es aquello que se sigue o ha de seguir en un estado de cosas determinado; la intención es lo que se quiere que siga a ese estado de cosas. Por tanto, cuando hay un verdadero querer de suyo distinto del de Dios, como es el de la creatura racional en cuanto tal, la intención no equivale a la declaración porque el estado de cosas no ha dependido solamente del querer divino.
124.5. ¿Quiere esto decir que hay otras voluntades, distintas a la de Dios? Desde luego. ¿Implica eso entonces que en algunos casos no se realiza la voluntad de Dios, a saber, cuando se realizan voluntades particulares que no coinciden con lo que Él quiere? Lo que sucede es que la voluntad de Dios no se agota ni puede expresarse plenamente de ningún hecho particular, porque el término de su querer no es que suceda tal o cual cosa, sino ella en el conjunto de sus antecedentes y consecuentes.
124.6. Hablar de la voluntad de Dios para un hecho particular es en cierto modo un abuso de lenguaje, que en el fondo supone en algún momento a Dios como externo espectador de lo que sucede en su creación. Si a pesar de todo uno puede hablar de la voluntad de Dios para hechos particulares es porque cree, seguramente de buena fe, que el desarrollo de tal evento en tal dirección da gloria a Dios y corresponde con su designio para el mundo. Pero esto es o no cierto dependiendo de qué tan acertada sea esa creencia. Este modo de hablar del querer divino es entonces hipotético, y la carga de hipótesis la aporta la inteligencia humana, no la sabiduría divina. Desde semejante suposición es, en efecto, posible que la voluntad divina se vea “burlada” por las estrategias de los hombres. Pero si suprimes la suposición desaparece también la paradoja: sólo habría y sólo puede haber conflicto real de voluntades en el caso de que alguna creatura quisiera que la totalidad del universo y el conjunto del designio de Dios fuera diferente. Esto se ha dado, por ejemplo en el caso de los demonios, pero no ha cambiado en nada la realización maravillosa del plan de amor de Dios. Más bien: esas voluntades rebeldes han sido episodios que, aunque sea a su pesar, engendran situaciones nuevas de mayor esplendor y renombre para la gloria divina.
124.7. una vez que eso te queda claro, vuelvo a la diferencia entre la intención y la declaración. Si entiendes por maldecir “desear el mal,” es imposible que Dios maldiga, porque su intención nunca tiene como término el mal. Pero en su aspecto declarativo sí es verdad que Dios maldice, como lo expresó Nuestro Señor Jesucristo: «Entonces dirá también a los de su izquierda: “Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno preparado para el Diablo y sus ángeles.” » (Mt 25,41).
124.8. Lo que los ha hecho malditos no es la palabra divina que sanciona su destino eterno, sino el conjunto de una vida infructuosa, según aquello del Salmo: «amó la maldición: sobre él recaiga, no quiso bendición: que de él se aleje» (Sal 109,17). La palabra del Señor viene entonces más bien a declarar esta realidad, no como algo ajeno a su querer, ciertamente, pero tampoco como la expresión plena de su querer. Tal “expresión plena” sólo puede darse ante el conjunto de la realización del designio divino, a saber, en el desenlace final de la Historia de los hombres.
124.9. ¿Y con respecto al uso de las maldiciones entre los hombres? La norma más segura es evitarlas siempre y en todo lugar. Es verdad que alguna vez el Espíritu Santo puede mostrar con fuerza inusitada la majestad de Dios sobre la Historia a través de las palabras vigorosas que declaran el estado deplorable de alguna vida, pero en general es criterio más sano evitar semejantes palabras, entre las cuales difícilmente habrá la plenitud de justicia, desinterés y amor por la salvación del otro.
124.10. Por eso notas que en la Escritura se pasa de la maldición de las personas a la identificación de los actos o actitudes que son contrarias al amor divino y a sus expresiones concretas en la profesión de la fe y la práctica de la misericordia. Lo más fuerte que te autorizo decir es algo como esto: “Evitemos, hermanos, incurrir en maldición, habiendo sido ya instruidos por la palabra que salva y fortalecidos por el Espíritu que da la vida.”
124.11. Deja que te invite a la alegría. Dios te ama; su amor es eterno.