119.1. Te veo dudar. Vacilas y tiemblas, como el que teme algo o el que desea algo con ardor. La duda es la primera de las derrotas: dudar es lo primero que hace el que va a entregar sus armas. La duda agrieta lo único verdaderamente fuerte que hay en ti, es decir, la fe. Por eso fue escrito: «Yo os aseguro: si tenéis fe y no vaciláis, no sólo haréis lo de la higuera, sino que si aun decís a este monte: “Quítate y arrójate al mar,” así se hará» (Mt 21,21).
119.2. Puedo decir a tu favor que, a pesar de tus dudas, sigues escribiendo. Está bien que hagas así, por tres razones. Primera, porque es necesario que quienes conozcan estas palabras no te imaginen como persona buena, estable y santa, cual si estuvieras ya fundado en sólida virtud. Ellos podrían pensar que te hablé así como una especie de premio a tus buenas obras y a tu fructuosa vida, y no es así. Segunda, porque todo hombre tendrá tentaciones y sentirá el embate de los vientos contrarios y de las voces halagadoras del pecado. Es bueno que quede constancia de que, en tales horas, no falta la voz ni la Providencia de Dios. Puede faltar, y de hecho falta muchas veces la correspondiente y generosa obediencia de parte tuya, pero Dios no te ha faltado. Tercera razón, te sirve para memoria de tu propia historia. Tú has llamado “diario” a este serie de inspiraciones mías; está bien que al volver a leer tu “diario” encuentres un recuento, aunque sea indirecto, de tus dificultades, caídas y levantadas.
119.3. Así como vas dejando grabados estos pensamientos, quisiera yo que tus afectos quedaran igualmente grabados. Si tuvieras memoria de los amores como la tienes de las ideas, tu alma agradecida no tendría sino que volverse a la bodega de tales recuerdos para conservarse firme y estable en el bien.
119.4. De cierto, no es esto cosa imposible, aunque sí es verdad que supera a tus propias fuerzas y recursos. Del mismo modo que tu mente no es incapaz para la verdad, pero sí para llegar a deducir la revelación que Dios por su sola iniciativa quiso darte; y de la misma manera que tu corazón no es incapaz para el amor oblativo, pero sí para sacarlo de sus exiguas fuentes, así también tu memoria no es incapaz para esta fuerza de bondad que viene de la historia del amor en tu vida, pero sí resulta inepta para aprender la ciencia de este maravilloso “recordar.”
119.5. Lo mismo que la claridad en la fe y el ardor en la caridad, esta clase de memoria santificada por la Unción del Cielo es un regalo. Por eso dijo Nuestro Señor a sus discípulos: «El Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, os lo enseñará todo y os recordará todo lo que yo os he dicho» (Jn 14,26).
119.6. Desde luego que este “recordar” del que te habla Jesucristo no se refiere a la memoria material de lo dicho. Una palabra así es la que está en las Biblias impresas, y tú sabes que muchas veces queda convertida sólo en adorno para una biblioteca o inocuo regalo de Primera Comunión. No son las palabras impresas en papel o grabadas en la memoria de un computador las que cambian las vidas. Es la palabra predicada como fruto de un corazón en el que ha germinado la gracia, la palabra acogida y amada en el cobijo y riego oportuno de la Comunidad creyente, la palabra madurada en largos silencios y noches: esa es la que posee vida, la que es palabra “de Jesús,” recordada por el Espíritu. Se la llama “recordada” no porque todo lo hubiera dicho Jesús, sino porque, en lo que dice lo que Él es, con su Carne, su Sangre y su Historia, está toda la plenitud de la divinidad (Col 2,9) y la revelación máxima y decisiva del Padre.
119.7. Rogaré a Dios que la gracia de ese “recordar” llegue a ti y en ti encuentre aposento y calor. Deja que te invite a la alegría. Dios te ama; su amor es eterno.