¿Es motivo de orgullo o de inquietud que un mismo sistema de leyes, el Codex Iuris Canonici (CIC) rija para cerca de mil millones de personas? ¿Es motivo de preocupación para alguien que dos cuerpos de leyes, el CIC y el Código para las Iglesias Orientales, subsistan dentro de la Iglesia como parientes que casi nunca se saludan? ¿Hay en la Iglesia Católica la posibilidad honesta y abierta de experimentar una legislación de un modo parcial o local antes de pensar en ampliarla al ámbito de lo universal? Mi impresión es que preguntas tan arduas como estas, y aún más difíciles, tendrán que ser abordadas en el presente siglo. El impacto de las respuestas tendrá tremendas repercusiones para nuestra concepción de lo que significa el Papa, la colegialidad y la Iglesia misma.
Hay algo bien paradójico con respecto al Derecho Canónico. Por una parte, su estructura de lenguaje es impresionante, desde la precisión de cada pieza hasta el ensamblaje de la obra entera. Ello habla de estabilidad–uno de los requisitos para que una ley sea “creíble.” Por otra parte, no sólo la codificación actual es reciente, en proporción a la historia de la Iglesia (1983), sino que la historia misma del Códex como tal no alcanza aún los 100 años, pues en su versión compacta viene de 1917.
Uno empieza a descubrir las consecuencias de esta relativa juventud del CIC cuando examina algunos cambios en la línea de la dimensión más carismática de la Iglesia. Es asombroso, mirándolo en perspectiva actual, que sólo en el Código de 1983 hacen su entrada las Prelaturas Personales, la definición teológica de la vida religiosa, los institutos seculares, las vírgenes consagradas y otra serie de realidades que hablan de lo impredecible y gratuito de la acción del Espíritu Santo. En la misma línea, uno ve que más tarde o más temprano lo que hoy llamamos “Movimientos Eclesiales” tendrán que tener alguna reglamentación estable, y ello supondrá reformas mayores o menores en el CIC.
Pero yo creo que no son tan “menores” las reformas. Hay toda una agenda pendiente, que no consiste sólo en introducir pequeños parches, sino en definir reglas de juego y de algo que, a falta de mejor nombre, hay que llamar experimentación.
Hay quienes se escandalizan de que se hable de “experimentos” en la Iglesia, quizás porque aman un modelo de Iglesia perenne, dotada de todas las respuestas, provista de todos los medios para su propia perfección y para la misión. La realidad, sin embargo, es muy distinta. Cuando Juan Pablo II dijo en Redemptoris Missio que la misión estaba “lejos de cumplirse” no estaba haciendo poesía: estaba declarando una realidad que en parte también significa cosas tan crudas como estas: No hemos encontrado “la fórmula” para llegar al corazón de Asia. No sabemos quién ni cómo va a recuperar a la clase obrera para las filas de la Iglesia. ¿Alguien encontró el acelerador para la unidad de los cristianos, por favor? ¿Qué claves reales hay para que regrese el alma a las naciones secularizadas al extremo?
Los más tradicionales entre los tradicionales creen tener respuesta a todo esto, y mucho más. Su postura va de este talante:
Vuelva el sagrario al centro de la Iglesia, y el altar pegado a la pared. Vuelva el sacerdote su rostro solo a Cristo y diga la plegaria con devoción y en la lengua de siempre, el latín. Crezca la devoción y enséñese a tiempo el catecismo. Practíquese la caridad con los más pobres, y que los religiosos vuelvan a la prístina inspiración y firmeza de sus Reglas. Crezca la obediencia de amor al Papa y la reverencia hacia las autoridades todas, sobre todo eclesiásticas… y ahí tendréis renovada a la Iglesia, y la tendréis apta para su tarea, y la tendréis colmada de santidad y paz cumplida.
Es todo un plan de vida y de gobierno, al que no falta su belleza, pero que puede cuestionarse precisamente a la vista de las realidades nuevas y los desafíos nuevos. El mundo universitario, el desafío bioético, la formación cualificada del laico para que responda desde su fe en la arena política o legislativa, y de nuevo, la misión misma “ad gentes,” no caben tan fácilmente en ese marco un poco idílico. De hecho, muchos de quienes ahora mismo están en la cima del poder político crecieron en un modelo en que el laico tenía pocos y muy definidos deberes, todos en voz bien pasiva. Un modelo eclesial que pide al laico más o menos sólo que vaya a misa, diezme y asista a las preparaciones pre-sacramentales no puede luego quejarse de que falte mordiente a la presencia católica en las instituciones de la sociedad civil.
Además, eso de hacer tabla rasa del Movimiento Litúrgico tendría que sonar sospechoso por sí solo. Sobre el latín deseo escribir algo más amplio en otra ocasión. Vayan aquí por delante sólo dos cosas: que perder el latín es perder no menos de 1000 años de vida de la Iglesia, y que quedarse solo con el latín es quedarse sólo con esos 1000 años, como si Dios no tuviera más que hacer para guiar a su Iglesia “a la verdad completa.” Pero volvamos a la cuestión del Derecho.
Si la Iglesia no tiene todas las respuestas, si no todas las fórmulas están ya inventadas, si el pasado no es la receta para el futuro, entonces no hay más remedio, sino aceptar preguntas. Lo cual traduce: aceptar que hay que buscar las respuestas, los caminos, las alternativas. No buscar con nuestras solas fuerzas, es verdad; buscar mientras oramos, mientras imploramos la Luz y la Gracia que sólo el Señor nos puede dar. pero buscar.
Esto de experimentar no es tan extraño después de todo. Históricamente, y aparte de los exámenes a los catecúmenos, el primer modo de “experimentación” que se aprobó en la Iglesia fue el Noviciado de los Monasterios. Ese “tiempo de prueba” implica la conciencia de que el futuro no es un libro abierto, y también la certeza de que la gente no se conoce tan bien como cree. Un caso relacionado de experimentación es el proceso de aprobación de una comunidad religiosa. Aquello de ser primero “de derecho diocesano” antes de ser “de derecho pontificio” es claramente muy sano, en la medida en que da tiempos y plazos para que el discernimiento sea más completo y más equilibrado. Es también un modo de evitar que entusiasmos pasajeros o prejuicios asentados dominen una decisión que afectará la vida de mucha gente.
Un paso más allá viene con algunas nuevas realidades de la Iglesia en el siglo XX. Institutos Seculares, Movimientos Eclesiales, Prelaturas Personales son ya parte del horizonte eclesial y canónico que conocemos. Se trata de realidades ya “aprobadas” pero esto implica mucho más de lo que parece; por ejemplo: ¿Qué pasaría si alguien más, aparte del Opus Dei, quisiera constituir una “prelatura personal”? ¿Con qué criterio se rige eso y cómo se discierne? Otra pregunta: ¿Qué estatuto real tienen las asociaciones laicales que pertenecen a la espiritualidad y los lineamientos de una comunidad religiosa? ¿Canónicamente es lo mismo estar en la Acción Católica que en Regnum Christi? No me refiero, por supuesto, a las diferencias de Estatutos, sino al carácter distinto de la presencia y la jurisdicción de los obispos en cada caso.
Esta clase de temas y preguntas difíciles resultará inevitable en el mediano plazo, me atrevo a sugerir. Resulta que una de las conclusiones que uno puede sacar del largo y fecundo pontificado de Juan Pablo II es que son precisamente estas “nuevas realidades” (canónicas) casi las únicas que en la práctica muestran vigor misionero en obediencia al Papa, amor apasionado por una liturgia que sienten “suya,” y conciencia lúcida de la grandeza de la palabra “conversión.” La Iglesia, por decirlo así, no puede “darse el lujo” de dejar a un lado a sus aliados más firmes de la hora presente. En esta clave creo que habría que leer el tratamiento preferencial que a veces reciben el Opus Dei, los Legionarios de Cristo, el Camino Neocatecumenal, la Renovación Carismática, e incluso, aunque suene extraño, la Fraternidad Sacerdotal de San Pedro, que en su aspecto canónico incluye más de una novedad.
El punto es que esta extraña “primavera,” imprevista para todos, difícil de evaluar, en parte un regalo, en parte una incógnita, deja muchas preguntas abiertas, sobre todo cuando se mira desde el punto de vista de los alcances de la legislación actual. Otras preguntas en cambio tienen un sabor más polémico. El presidente de la Conferencia Episcopal Alemana, Robert Zollitsch, volvió a plantear este año la cuestión de la relación entre celibato y sacerdocio. El decreto Summorum Pontificum ha creado una situación completamente atípica, según la cual queda la libertad de usar cualquiera de dos versiones (bastante diversas) del mismo Rito Latino para la Misa. Son dos ejemplos, por ahora, que hacen pensar si no ha llegado el tiempo de proveer a la Iglesia de instrumentos legales y pastorales que le permitan afrontar con caridad y claridad los necesarios experimentos o experiencias que le ayuden a encontrar mejor la voluntad del Señor para el hoy y el mañana de su vida y misión.