Mi post anterior sobre el Nacionalismo recibió un número apreciable de comentarios en Religión en Libertad, de los cuales la mayor parte han expresado incomodidad o rechazo al estilo nacionalista catalán. A lo largo de la vida he descubierto que cuando se condena demasiado alguna cosa, hay siempre el riesgo de evitar esta pregunta: ¿Y había algo de bueno en ella? Con mucha frecuencia Jesús nos enseñó poniendo como modelo a los que podían ser más rechazados. Los samaritanos, los extranjeros, las mujeres, los niños, los publicanos… la lista no es corta y revela algo fundamental: Dios gusta de revelarse allí donde la opinión pública se ha consolidado en contra o en desprecio de algo. Según eso, cabe preguntarse por el bien, por el lado bueno del nacionalismo también cuando se da al estilo de Cataluña. Es lo que hago aquí, y mi primera conjetura es que el solo hecho de ayudarnos a recordar la diferencia entre nación, país y estado es un bien en sí mismo.
Será bueno recordar que el término “nación” es en sí mismo problemático. Las naciones, incluyendo las que hoy nos parecen obviamente tales, emergieron en el contexto de una lucha contra las casas reales de Europa, y parcialmente contra el poder de la Iglesia. Luego está el tema de las fronteras, que tendrá que jugar en complicada danza con las lenguas, las costumbres, las religiones y la Historia misma. Como lo revela cualquier foto de satélite esas líneas–caprichosas en su mayor parte–son una obra artificial cargada de accidentes, abusos y golpes de suerte. Ducados, reinos, tribus, clanes, familias, tradiciones, abadías, zonas de cultivo, escenarios de batallas: todo ha servido de una u otra forma para llegar a las líneas que hoy dicen: “Esto es Francia;” “Esto, en cambio, es Alemania;” “Esto, por su parte, se llama Italia,” y así sucesivamente. Por lo mismo, parece altamente caprichoso afirmar que las líneas que hoy tenemos tienen una promesa de definitividad. Los recientes cambios en el Este Europeo indicarían que no, en la medida en que las antiguas regiones bajo gobierno soviético no han terminado de pronunciarse sobre su propia realidad.
Creo que casi cada forma de asociación humana tiene sus aspectos positivos y negativos. Aristóteles y Platón miraban a la ciudad, la polis como la entidad suficientemente completa para responder a las demandas de lo “plenamente humano.” Hoy nadie suscribiría esa opinión. Al mismo tiempo, los “megapaíses,” como China o la India, cada una con más de mil millones de personas, difícilmente pueden parecer una propuesta que todo el mundo quisiera o pudiera abrazar. La geografía, concretamente, ha determinado ya un destino político muy diferente para las miles de islas del Pacífico Sur, así como lo ha hecho para las docenas de entidades que rozan las aguas del Caribe.
Esta sobreabundante pluralidad de factores geopolíticos, lingüísticos e históricos trae consecuencias para una reflexión sobre qué es lo humano y qué es lo deseable para los humanos. Ahí es donde yo tengo temor de las simplificaciones. Una de ellas es la pareja individuo – Estado. Para el comunismo, ya desde Platón y su República, existe el individuo y existe el Estado, y nada más. La familia, en particular, debe desaparecer, o si acaso cumplir una función ancilar que se resume en: producir ciudadanos idóneos para el aparato estatal.
Otra simplificación, de tremendas implicaciones en el hoy de Europa y Occidente, reza así: “Existe públicamente sólo lo que existe civilmente.” Acto seguido, se define la existencia “civil” como aquella que concuerda con los documentos fundantes de la convivencia como sociedad, es decir, una Constitución, por ejemplo. El problema está en que una Constitución reconocerá sólo a algunas instituciones como necesarias, por ejemplo, que debe haber un parlamento. La consecuencia es que todo lo que no sea institución indispensable queda igualado al nivel de la concurrencia de opciones libres de los ciudadanos. De este modo, una religión, un club de caza y un equipo de fútbol resultan equivalentes. A esto aludió el Papa Benedicto en su reciente discurso ante la ONU cuando dijo:
Obviamente, los derechos humanos deben incluir el derecho a la libertad religiosa, entendido como expresión de una dimensión que es al mismo tiempo individual y comunitaria, una visión que manifiesta la unidad de la persona, aun distinguiendo claramente entre la dimensión de ciudadano y la de creyente. […] Es inconcebible, por tanto, que los creyentes tengan que suprimir una parte de sí mismos –su fe– para ser ciudadanos activos. Nunca debería ser necesario renegar de Dios para poder gozar de los propios derechos. Los derechos asociados con la religión necesitan protección sobre todo si se los considera en conflicto con la ideología secular predominante o con posiciones de una mayoría religiosa de naturaleza exclusiva. No se puede limitar la plena garantía de la libertad religiosa al libre ejercicio del culto, sino que se ha de tener en la debida consideración la dimensión pública de la religión y, por tanto, la posibilidad de que los creyentes contribuyan la construcción del orden social.
Mi conjetura es que una concepción amplia de la realidad humana ha de favorecer la diversidad y al escalabilidad de los modos de asociación entre las personas en los ámbitos civiles y políticos, de modo que las legítimas tradiciones y expresiones culturales puedan cultivarse con libertad, y ofrecerse a los demás. Una concepción demasiado rígida del papel del Estado en sus tareas de planeación económica, tributaria y de educación puede causar fricciones innecesarias. A su vez, las regiones particulares han de ser conscientes de que el bien común no se agota en los límites de su propia historia o geografía.