El título es ya explosivo. Un sacerdote amigo llegó a Tarragona y empezó a preguntar sobre las razones del visible nacionalismo catalán. Alguno lo interpeló pronto: “Oiga, ¿a usted quién le enseñó a hablar?” “Mi madre”–respondió el aludido. “Pues eso–concluyó el otro–ya sabe de qué se trata cuando se habla de la lengua.” Mi amigo sacó la única conclusión posible: hay temas que son tan profundamente viscerales que parece imposible entrar en razones. Sencillamente, lo tomas o lo dejas.
Quienes no tenemos razones tan hondas o tan dolorosas para decir: nacionalismo sí, o nacionalismo no, nos cuesta entender cualquiera de las posturas. Supongo que mi propia cultura latinoamericana presenta enigmas o cuando menos situaciones atípicas para ojos extranjeros. De hecho es lo que siento cuando la gente simplifica mi país y dice cosas como: “Bueno, ¿y por qué no va el ejército y acaba de una buena vez a esos guerrilleros?” O lo contrario: “¿Qué pasa en Colombia, y cómo se aguantan a un presidente con nexos paramilitares?”
No sé si generalizo demasiado pero casi creo que en todas partes uno puede encontrar huellas de problemas, disputas y tensiones que ocupan el lugar que la cuestión nacionalista parece tener en Cataluña, es decir, situaciones que de tal modo toman el primer lugar en la atención, que los implicados sienten que todo se define frente a ello. Así por ejemplo, en el plano personal hay gente que siente que el tema de su soledad, su realización profesional o su salud es lo más importante del mundo entero. Y lo que quiero destacar es que cuando uno tiene un tema que es “el” tema, uno no alcanza a percibir ni la novedad ni la hermosura ni la potencia de la propuesta de Cristo.
Mi ejemplo favorito en este sentido es el capítulo primero de los Hechos de los Apóstoles, cuando el Señor Resucitado anuncia el Don por excelencia, la efusión del Espíritu Santo. Está Cristo prometiendo la llegada del Espíritu y he aquí como reaccionan los apóstoles: “Señor, ¿es en este momento cuando vas a restablecer el Reino de Israel?” (Hechos 1,6) Su fijación con el tema de “el reino de Israel” hace que no tengan oídos para la hermosura, la gracia y la potencia que Cristo les está anunciando. Por supuesto, si uno revisa la historia y el contexto inmediato en que ellos habían vivido, es apenas lógico y natural lo que sienten y piden, pero de todos modos es inmenso el contraste entre lo que el Señor quería darles y lo que ellos esperaban de él.
Centrarse demasiado en la propia historia y las propias necesidades puede ser un camino acelerado para perderse las riquezas y promesas de Dios. A veces uno está tan concentrado en lo que uno ve que se le puede olvidar que uno no es el único que ve.
Otro ejemplo interesante es el de la Samaritana.
Le dice la mujer: «Señor, dame de esa agua, para que no tenga más sed y no tenga que venir aquí a sacarla.» El le dice: «Vete, llama a tu marido y vuelve acá.» Respondió la mujer: «No tengo marido.» Jesús le dice: «Bien has dicho que no tienes marido, porque has tenido cinco maridos y el que ahora tienes no es marido tuyo; en eso has dicho la verdad.» Le dice la mujer: «Señor, veo que eres un profeta. Nuestros padres adoraron en este monte y vosotros decís que en Jerusalén es el lugar donde se debe adorar.» (Juan 4,15-20)
Por una parte, ella ve que Jesús “es un profeta;” por otra, su mente no se abre todavía a la luz de este profeta en la novedad que trae, sino que su mente y su corazón empiezan por revivir la controversia entre judíos y samaritanos. Es como si le dijera: “Sí, sí, muy bueno eso que dices, pero para saber qué terreno piso y si tu eres de fiar, ¿dime de qué lado estás en cuanto a nuestra antigua controversia de judíos y samaritanos?”
Cuando Mons. Jaume Pujol llegó a Tarragona la gente no preguntó si era un don, si podía traer algo bueno, si era fiel al depósito de los apóstoles, si tenía celo misionero. La única pregunta, la pregunta que lo encerró todo (y que motivó el “cacerolazo” de ese día) fue: “¿Es de Tarragona? ¿Va en favor de la nación catalana? ¿Por qué no han elegido a uno de los nuestros?” Por un lado es comprensible esa sensibilidad, a la vista de la historia de esta región, pero por otro, es más evidente a qué clase de miopías o cegueras puede verse uno abocado si todo lo razona desde las propias expectativas y la propia visión.
El reto de los nacionalismos no es el único para la evangelización. Sin embargo, los espejos que tenemos en iglesias nacionales o nacionalistas a lo largo de los últimos siglos dan para más de una reflexión. Se puede argumentar, de hecho, que el Protestantismo jamás hubiera pasado de ser una anécdota sin el componente nacionalista. El deseo de ser más inglés que cristiano dio a luz al Anglicanismo, por ejemplo. Y es gracioso que se diga: “Seremos cristianos pero a la manera nuestra, sin injerencias extranjeras (léase: de Roma)” cuando la fe les llegó a los ingleses, como nos ha llegado a todos “del extranjero.”