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La separación entre las funciones procreativa y unitiva de la sexualidad humana sólo puede tener un desenlace: que el sexo es un entretenimiento. La idea no es nueva en la Humanidad. Era bien popular ya en Corinto, en el siglo I. Lo que sí es nuevo es el estudio de los factores neurológicos y bioquímicos que van ligados al ejercicio de la sexualidad. Las dopaminas y oxitocina que se liberan con cierta abundancia en la actividad sexual han dado soporte a la idea de que la práctica regular de la sexualidad es un derecho humano universal y a la vez, una de las actividades más saludables y con mayor capacidad de levantar el ánimo.
La relación entre actividad genital y tono anímico agrupa al sexo con las bebidas embriagantes, los antidepresivos, e incluso con aquellas sustancias alucinógenas que nuestra sociedad occidental trata insistentemente de despenalizar, empezando por la mariguana. Especialmente la franja de población de los jóvenes, pero también un número creciente de adultos, combinan de modos diversos estas fuentes de “estímulo,” de modo que empiezan a borrarse las fronteras entre una fiesta con licor y una sesión de drogas “duras”: junto al whisky, un poco de cocaína; junto al LSD, una noche de orgía dotada de experimentos sexuales varios.
Cuando el sexo es un estimulante más dentro de una larga lista, su ejercicio queda determinado por las mismas leyes del vodka o del tráfico de narcóticos, es decir, por el mercado. Las cifras implicadas son descomunales y cualquier cosa que yo diga aquí se puede quedar corta. Desde la venta de preservativos hasta las presiones para ampliar las leyes de aborto; desde la pornografía online hasta la trata de blancas; desde los canales adultos de televisión por cable hasta los círculos de pederastas; desde los bares gay hasta las tiendas especializadas en erotismo. Lo que quiero destacar es que, si bien las sensaciones propias del sexo son íntimas y cada uno las vive a su modo, la realidad de una sociedad erotizada tiene una dimensión pública masiva, omnímoda, innegable.
Las consecuencias más notables de esta visión sobre la sexualidad no están, sin embargo, en lo que la gente paga por entrar a un club nocturno, o lo que se gasta en una excursión de turismo gay, dejando jugosas propinas en cada hotel dedicado a esa parte de la población. Sexo y economía se relacionan de un modo más elemental, en la medida en que el sexo como entretenimiento le ha declarado la guerra a los niños. El gran entrometido en la bacanal orgiástica llena de placeres extremos es el llanto de un bebé. A medida, pues, que la sociedad apura las delicias de los placeres más exóticos, se esteriliza a sí misma y termina poniendo su futuro en manos de inmigrantes y de aquellos grupos sociales que por una u otra razón no entran en la fiesta.
Sexo y política no están lejos tampoco. La sociedad narcotizada, lo mismo que la sociedad erotizada, es de fácil control. Nada más cómodo para un tirano que tener a cada esclavo embrutecidamente feliz en la borrachera de sus fantasías genitales, sólo preocupado por terminar de aclararse si es heterosexual o bisexual. La capacidad de reacción de un ebrio es muy semejante a la de un tonto. Ambos prestan oportunos servicios al faraón de turno.
Los hilos que quieren gobernar nuestra genitalidad quieren también adueñarse de nuestro dinero y de nuestra capacidad de discernimiento y acción política. La gente hace el papel de idiota útil cuando grita su libertad desde el fondo de la telaraña en que ya ha perdido toda capacidad de crítica y sólo espera su ración diaria de prozac, de whisky y de orgasmos.