Es palabra de moda. Es la frase de todos. Si te atreves a hablar de religión en público, algunos menean la cabeza; otros lo dicen abiertamente: “Soy agnóstico.” La verdad es que yo quisiera conocer a algún agnóstico. No que lo dijera sino que lo fuera. En 43 años de vida–en todos inmerso en la sociedad Occidental–y cinco de ellos en Europa, no he encontrado un agnóstico que de veras lo sea. Me pregunto cómo serán los agnósticos o qué sentirá mi alma cuando encuentre uno.
Ya sé lo que me van a decir: “Sal a la calle, detente en el mercado, entra al aula del cole o de la universidad… ¡no hay sino agnósticos por todas partes!” “No tan rápido,” replico yo.
Pido una cosa. Antes de que me sigan presentando agnósticos por docenas o por miles, pido que imaginemos qué puede ser un agnóstico. No porque alguien lleve el rótulo de católico lo es, ¿no es verdad? Pues apliquemos el mismo principio a todo lo que tenga que ver con credos y creencias o incrédulos. Imaginemos esa especie extraña, singular, de ser humano: alguien de quien hemos de creer que genuinamente no sabe no halla la respuesta a preguntas como si existe un Dios personal. Supongamos que se trata de una joven periodista. Es hermosa, tiene talento, salud, buenos amigos, un salario más que decente, se ha mudado a un piso en un sector de moda. Y aunque se diga agnóstica, “bauticémosla” por ejemplo Juliana.
¿Cómo debería obrar esa persona? ¿Cómo sería lógico que lo hiciera? Una comparación ayuda. Supongamos que a Juliana le gusta comprar tanto en la Supertienda A como en la Supertienda B y que no termina de aclararse si una es mejor que otra. ¿Sería lógico que, como no tiene claridad, fuera solamente a una de las dos? Si su amiga Estela la ve ir a comprar sólo a la Supertienda B, ¿diría que Juliana está “insegura” sobre cuál tienda escoger? ¿Diría que Juliana es “agnóstica” en cuanto a sus tiendas de compra? ¿Se entiende lo que queremos decir?
Einstein cuenta la anécdota de un tío suyo, genuino agnóstico, que era el único de la familia que iba a la sinagoga. Le preguntaron por qué iba, y el hombre respondió: “Porque uno nunca sabe…” Para mí, ese estaría próximo a ser un auténtico agnóstico.
La verdad es que el agnosticismo auténtico es una postura muy difícil porque implica la búsqueda constante. En este sentido son preciosas las palabras de Juan Pablo II:
La libertad de la que el hombre fue dotado por el Creador es la capacidad que recibe permanentemente de buscar la verdad con la inteligencia y de seguir con el corazón el bien al que naturalmente aspira, sin ser sometido a ningún tipo de presiones, constricciones y violencias. Pertenece a la dignidad de la persona poder corresponder al imperativo moral de la propia conciencia en la búsqueda de la verdad.
Antes que él, el Concilio Vaticano II habló de un modo claro sobre ese deber de búsqueda, que para su comodidad parecen haber olvidado los que se proclaman agnósticos. Las palabras de Dignitatis Humanae, n. 1, son valientes y respetuosas a la vez:
Profesa el sagrado Concilio que Dios manifestó al género humano el camino por el que, sirviéndole, pueden los hombres salvarse y ser felices en Cristo. Creemos que esta única y verdadera religión subsiste en la Iglesia Católica y Apostólica, a la cual el Señor Jesús confió la misión de difundirla a todos los hombres, diciendo a los Apóstoles: “Id, pues, y enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a observar todo cuanto yo os he mandado” (Mateo 28, 19-20). Por su parte, todos los hombres están obligados a buscar la verdad, sobre todo en lo que se refiere a Dios y a su Iglesia, y, una vez conocida, a abrazarla y practicarla.
Un texto de antología: nos presentamos como creyentes. No nos duele decir lo que creemos. A la vez, a todos respetamos mientras a todos recordamos que, digan lo que digan de sí mismos, su deber de buscar la verdad no declina.
Por eso me sigo preguntando cómo será encontrarse con un agnóstico. Yo supongo que debe ser algo como encontrarse con Cornelio, el de Hechos 10.