111.1. En el Nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo.
111.2. Las escalas que llevan a las profundas estancias del alma están hechas de palabras. La palabra es el sentido desgranado, así como el tiempo es la vida en sus migajas. Ningún momento será para ti tan bienaventurado como aquel en que oyes al Verbo: con sus palabras te ofrece escalas y caminos para que ingreses en su misterio y al calor de su fuego descanses tu cuerpo peregrino.
111.3. ¡Qué dulce experiencia la de aquella bendita mujer, María, la de Betania, cuando las horas desaparecían ante el fulgor de la Vida en su expresión más pura: Cristo le estaba hablando (Lc 10,38-42)! Ninguna caricia, ningún abrazo, ningún beso puede asomarse siquiera a aquellas regiones del alma donde la voz majestuosa del Cristo de Dios enciende lumbreras y esparce el delicado perfume de su Unción maravillosa.
111.4. Suavemente cautivada por esta voz de Amigo y de Esposo, el alma humana se siente amada y protegida, custodiada y consentida, exigida y alimentada, consolada y enviada, sanada y embellecida. Todo ello lo puedes decir con una sola palabra: conducida, es decir, amablemente guiada. ¡Qué dulce es para el corazón el encanto de ver surgir como nuevos universos al ritmo de la palabra del Hijo de Dios! La cadencia de su lenguaje hace palpitar de otro modo a ese corazón y abre por fin los ojos enfermos y enceguecidos del alma.
111.5. Es la hora en que el cristiano dice con el salmo: «Llévame por la senda de tus mandamientos porque mi complacencia tengo en ella» (Sal 119,35); «mira no haya en mí camino de dolor, y llévame por el camino eterno» (Sal 139,24). Es la grata prisa que proclama el Cantar, como represa desbordada: «¡Que me bese con los besos de su boca! Mejores son que el vino tus amores; mejores al olfato tus perfumes; ungüento derramado es tu nombre, por eso te aman las doncellas. Llévame en pos de ti: ¡Corramos! El Rey me ha introducido en sus mansiones; por ti exultaremos y nos alegraremos. Evocaremos tus amores más que el vino; ¡con qué razón eres amado!» (Ct 1,1-4).
111.6. Es bueno que sepas, sin embargo, que estas gracias místicas piden de ti un corazón dispuesto. Tú no puedes producirlas, pero sí impedirlas, por eso, como ya se te ha dicho, tu tarea no es crearlas sino quitar aquello que pueda obstaculizarlas.
111.7. Ante todo es necesario que estés dispuesto a ser transformado, es decir, que la última fidelidad tuya no sea a ti mismo, sino a tu Creador y Redentor. Si en cada paso de la gracia tú vas a preguntar qué será de lo que eras, nunca llegarás a ser lo que Dios quiere que seas, sino que quedarás como petrificado en tu pasado. Es preciso entonces que ames más a Dios que a ti mismo, de modo tal que en Él ames más lo que vas a ser con Él que lo que fuiste o pretendiste ser lejos de Él. Esto, que parece tan completamente obvio cuando es dicho, sé que te resulta terriblemente difícil cuando es tu vida la que va a ser cambiada y renovada.
111.8. De esto habló nuestro Señor Jesucristo cuando dijo: «Nadie, después de beber el vino añejo, quiere del nuevo porque dice: “El añejo es el bueno.”» (Lc 5,39). Este concepto no se debe a un verdadero gusto ni a un verdadero discernimiento, sino a la cobardía, que en la Historia de los hombres es casi soberana. Cobardía que brota del miedo radical a quedarse en el vacío y que por eso intenta asegurarse a sí misma, como el niño perdido en un rincón del inmenso mercado, que aturdido por el pánico termina por quedarse paralizado y con sus propios bracitos se abraza.
111.9. Es lo que te cuenta la Carta a los Hebreos: «Por tanto, así como los hijos participan de la sangre y de la carne, así también Cristo participó de las mismas, para aniquilar mediante la muerte al señor de la muerte, es decir, al Diablo, y libertar a cuantos, por temor a la muerte, estaban de por vida sometidos a esclavitud» (Heb 2,14-15). Ese “temor a la muerte” es lo que aquí he llamado “cobardía.”
111.10. De ella te libra Jesucristo cuando te ofrece su mano llagada en señal de victoria, o cuando le escuchas decir: «No temas, soy yo, el Primero y el Ultimo, el que vive; estuve muerto, pero ahora estoy vivo por los siglos de los siglos, y tengo las llaves de la Muerte y del Hades» (Ap 1,17-18).
111.11. Porque esa victoria es tuya en razón de la pura gracia y regalo de Aquel que te ha mirado con misericordia, te he dicho y ahora te repito: Deja que te invite a la alegría. Dios te ama; su amor es eterno.