110.1. En el Nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo.
110.2. Cuando Abraham miraba las estrellas, según te cuenta más de una vez la Escritura Santa (Gén 15,5; cf. 22,17; 26,4), en ellas leyó la confirmación de la maravillosa promesa que Dios le hacía: “multiplicaré tu descendencia.” A esa misma hora, seguramente, hombres de otras latitudes levantaban sus ojos a ese mismo cielo, y de él pretendían entender los designios arcanos que marcaban su vida. Estos otros hombres fueron creadores de la astrología que ha pervertido o por lo menos insensibilizado el corazón de tantos a lo largo de los siglos. Las estrellas le hablaban a Abraham del plan divino; las mismas estrellas hablaban a los astrólogos de historias de dioses y de designios anónimos. Ese cielo y esas estrellas eran un libro que pudo ser leído de dos modos o de muchos modos diversos.
110.3. Así como pasa con las realidades del cielo, que no está en manos del hombres cambiar, así, y mucho más, pasa con los hechos de esta tierra que pisan y labran vuestros pasos. Si a esos límpidos luceros, que «cuentan la gloria de Dios» (Sal 19,2), ya fue posible leerlos incluso como oráculos confusos y como destinos de los hombres, ¿qué no pasará con los acontecimientos de la tierra, tan llena de cansancios, crímenes, incoherencias, engaños, patrañas e injusticias?
110.4. No te hagas, pues, ilusiones, creyendo que los hombres alcanzarán acuerdo sobre qué o quiénes son. No puedes hablar del hombre sin contar qué ha hecho, y no puedes contar qué ha hecho sin seleccionar, interpretar, extrapolar, inferir, y mil actividades mentales más que son las propias de ti y de quienes son y piensan como tú. Tus palabras están inexorablemente impregnadas de tu humor y empapadas de tu sangre. Todo hombre que habla dice algo que es tan cierto y tan insuficiente como su propia historia y como el alcance de sus ojos.
110.5. ¿Qué será entonces sabiduría, sino percibir aguda y humildemente el propio límite? Bien lo dijo Pablo: «¡Nadie se engañe! Si alguno entre vosotros se cree sabio según este mundo, hágase necio, para llegar a ser sabio» (1 Cor 3,19). La sabiduría empieza después de la ignorancia, y su raíz está en los surcos del corazón, allí donde el alma se estremece ante la grandeza de la verdad que anhela y de la indigencia que le agobia y a la vez le abre.
110.6. Así puedes entender mejor la sentencia del sabio: «Principio de la sabiduría es temer al Señor» (Sir 1,14; cf. Pro 1,7). Sólo los corazones estremecidos son corazones remecidos, y por ello mismo, capaces de percibir su necesidad y así abrirse más allá de sus propios límites.
110.7. La humildad así entendida es la grandeza, riqueza y belleza más grande del alma humana. Nada de raro tiene que leas en el Libro Santo: «Así dice Yahveh: Los Cielos son mi trono y la tierra el estrado de mis pies, pues ¿qué casa vais a edificarme, o qué lugar para mi reposo, si todo lo hizo mi mano, y es mío todo ello? —Oráculo de Yahveh—.Y ¿en quién voy a fijarme? En el humilde y contrito que tiembla a mi palabra» (Is 66,1-2).
110.8. Es la misma conclusión a que llega la honda meditación de aquel capítulo de Job, refiriéndose expresamente a la sabiduría: «Sólo Dios su camino ha distinguido, sólo Él conoce su lugar. Porque Él otea hasta los confines de la tierra, y ve cuanto hay bajo los cielos. Cuando dio peso al viento y aforó las aguas con un módulo, cuando a la lluvia impuso ley y un camino a los giros de los truenos, entonces la vio y le puso precio, la estableció y la escudriñó. Y dijo al hombre: “Mira, el temor del Señor es la Sabiduría, huir del mal, la Inteligencia.”» (Job 28,23-28).
110.9. Deja que te invite a la alegría. Dios te ama; su amor es eterno.