Causas de la violencia: Hace pensar la creciente violencia imperante en todos los ámbitos del mundo y de nuestra sociedad. Pero perturba todavía más la exaltación abierta que se hace de ella, por pare de personas y hasta de países, sin respetar siquiera el universo infantil. Necesitamos cuidarnos para que la pasión no haga de nosotros seres adictos a la violencia. Era lo que más temía Pablo para los nuevos cristianos: “Queridos míos, no se venguen, no se dejen vencer por el mal; venzan el mal con el bien” (Rm 12,19-21). Tratemos de profundizar para ver a qué podemos atribuir este crecimiento casi astronómico de la violencia.
En este campo son múltiples las causas, no podemos ser simplistas. Pero hay una estructura, que ha sido erigida en principio y que explica, en gran parte, la atmósfera general de violencia de nuestro mundo y este principio es la competitividad o la competencia sin límites.
En primer lugar, la competitividad robustece el campo de la economía capitalista de mercado. Se presenta como el motor de todo el sistema de producción y de consumo. Quien es más apto -más fuerte- en la competencia en cuanto a precios, facilidades de pago, variedad y calidad, vence. En la competitividad opera implacable el darwinismo social: selecciona a los más fuertes. Estos, se dice, merecen sobrevivir, pues dinamizan la economía. Los más débiles son peso muerto, por eso deben ser incorporados o eliminados. Esa es la lógica feroz que destruye a los pequeños porque que no tienen valía.
Pero la competitividad no se quedó únicamente en el ordenamiento de la economía, invadió prácticamente todos los espacios: las naciones, las regiones, las escuelas, los deportes, las iglesias, las familias, la educación. Además, para ser eficaz, la competitividad debe ser agresiva. ¿Quién logra atraer más y dar más ventajas? No es de admirarse que todo pase a ser oportunidad de ganancia y se transforme en mercancía, desde los electrodomésticos hasta la religión, hasta la educación. Los valores personales y sociales, tales como la gratitud, la cooperación, el amor, la amistad, la compasión, la devoción, tienen valor pero no tienen precio; y cada vez se encuentran más arrinconados. Y estos valores son los espacios donde respiramos humanamente, lejos del juego de los intereses. Su debilitamiento nos va haciendo anémicos, nos va deshumanizando, destruyendo, como vemos que está sucediendo.
En una sociedad competitiva como la nuestra, por el virus terrible del individualismo, en la que el más fuerte se impone y el más débil es derrotado, destruido, los creyentes, libres de rivalidades, tenemos que gritar con nuestra vida que lo que vale no es la competencia, sino la colaboración, la cooperación. En una sociedad inhumana, en que las personas son instrumentalizadas, y se relacionan desde el dominio y el poder, nosotros tenemos la misión de anunciar con nuestra vida que la persona se construye desde el respeto, la igualdad, la fraternidad y que lo que importa es la calidad de las relaciones interpersonales: fidelidad, servicio, perdón, amor y cooperación.
En la medida en que sobre los valores prevalece la competitividad se va armando un cataclismo que provoca cada vez más tensiones, conflictos y violencias. Nadie acepta perder ni ser devorado por otro. Lucha a toda costa defendiéndose y atacando. Luego del derrocamiento del comunismo, se igualó la cuestión económica que tomó una marca capitalista, a la cual acompaña la cultura política neoliberal, privatista e individualista, los dinamismos de la competencia fueron avanzando y fueron llevando todo al extremo. En consecuencia, los conflictos recrudecieron y la voluntad de hacer la guerra no fue refrenada, fue creciendo imparable. La potencia hegemónica de turno se hace campeón en la competitividad; emplea todos los medios, incluyendo las armas, el terrorismo para triunfar siempre sobre los demás.
¿Cómo romper esta lógica férrea? Rescatando y dando centralidad a aquello que en otro tiempo nos hizo dar el salto hacia la humanización. Lo que nos hizo dejar atrás la animalidad fue el principio de cooperación y de cuidado. Nuestros ancestros humanísticos salían en busca de alimento. Por eso, nuestros antepasados, en lugar de que cada cual comiera solo como los animales, traían la comida al grupo y repartían solidariamente entre ellos. De ahí nació la cooperación, la sociabilidad, el lenguaje y el diálogo. Por este gesto se inauguró la especie humana. Ante los más débiles, en lugar de entregarlos a la selección natural, se inventó el cuidado y la compasión para mantenerlos vivos entre nosotros.
Sólo los valores que surgen desde la solidaridad y cooperación, el cuidado y la compasión son los que limitarán la voracidad de la competencia, desarmarán los mecanismos del odio y la violencia y darán rostro humano, civilizado y cristiano a la fase planetaria de la humanidad. Importa comenzar ya ahora para que no sea demasiado tarde.
La violencia familiar: La familia es el ambiente social donde todos nos movemos. Pero, también, la familia ha sido tomada por la violencia. Esta se desarrolla entre mayores y entre niños, entre esposos con mayor influencia hacia las mujeres, con los discapacitados, etc. Esa violencia puede ser física o psíquica, y ocurre en todas las clases sociales y culturas. En la práctica el mismo maltrato tiende a convertirse en algo normal, a través de conductas violentas que no son sancionadas como tales. La violencia hacia las mujeres y los niños, estadísticamente reviste la mayor casuística. Debe inquietarnos el modo como se solucionan los conflictos. Cuando las relaciones interpersonales se apoyan en el respeto y el esfuerzo mutuo para lograr los objetivos, cuando surjan los conflictos, estos se resolverán amigablemente a través de la negociación, el acuerdo y la cooperación. Pero cuando las relaciones se basan en la intimidación, en el individualismo y en las posiciones de poder, los conflictos harán surgir la agresión y la violencia. Se buscarán estrategias agresivas para la solución de los conflictos.
Educación del corazón: Lo peor que puede tener una sociedad es acostumbrarse a la muerte y a la violencia. Nuestra juventud no conoce la formación. Hay buen nivel de transmisión de conocimientos en las diversas escuelas y universidades, pero se echa en falta algo más que la “disciplina”. La disciplina sólo es eficaz cuando tiene un motivo, nunca el principio de autoridad con obligación de obedecer.
El deseo de dar sentido a la vida se apoya sobre lo que llamamos valores humanos: sentido de racionalidad que domine sobre las pasiones, aprender a comportarse como personas libres y responsables, que sepan pedir sus derechos cuando también cumplen sus deberes, que sean creativos y no borregos en manos de los slogans por los que les manipula un sistema, que no sean individualistas sino solidarios… todo ello se va logrando con unos referentes que vivan esto que predican. Esto es lo que forma de verdad a los jóvenes, y no sermones, pues los jóvenes necesitan modelos creíbles. Primero hay que presentar ideales a la juventud, y luego ya viene la ayuda en la disciplina, una lucha decidida en conseguir esos ideales: es decir educación a través del esfuerzo.
Este conjunto de cualidades, superior en importancia a los conocimientos, se le llama “educación afectiva” es la gran laguna del mundo de hoy: la educación del corazón. Si amar es el fin de la persona, aprender a amar es la gran tarea, y educar será el arte de las artes. Gregorio Marañón es quien decía haber aprendido más en la escuela primaria que en la universidad: el maestro de escuela le enseñó a ser persona activa, diligente, amante de la ciencia… los conocimientos vienen después, lo primero es crecer en las distintas etapas de la personalidad: faceta psicológica, social, espiritual. Luego también el aspecto intelectual, teórico, científico, especulativa, pero sin olvidar la formación integral, dirigida a toda la persona, al mundo afectivo, al mundo de los valores y al mundo intelectual.