100.1. En el Nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo.
100.2. Hay un texto que con razón te hace estremecer; allí donde la Carta a los Hebreos resume en cierto modo el límite de la grandeza de la fe de tus antecesores: «En la fe murieron todos ellos, sin haber conseguido el objeto de las promesas: viéndolas y saludándolas desde lejos y confesándose extraños y forasteros sobre la tierra» (Heb 11,13).
100.3. Eres, pues, heredero de unas promesas que eran inmensas para aquellos gigantes y sin embargo son ya realidad para ti. Por algo dijo Nuestro Señor a sus discípulos: «Os aseguro que muchos profetas y justos desearon ver lo que vosotros veis, pero no lo vieron, y oír lo que vosotros oís, pero no lo oyeron» (Mt 13,16).
100.4. No deja de ser grandioso contemplar el curso de la historia, marcada como está por el ritmo de la Providencia Divina, y descubrir dulces paradojas, sonrisas tiernas de Dios-Amor para ti y para tus hermanos. Piensa, por ejemplo, que el más pequeño —y quizá distraído— de los niños que hacen su Primera Comunión, recibe más de Cristo que todo lo que pudieron recibir titanes como Abraham, David o Daniel. Por ello decía Jesús: «Vuestro padre Abraham se regocijó pensando en ver mi Día; lo vio y se alegró» (Jn 8,56).
100.5. ¡Oh, si David hubiera tenido el sacramento de la reconciliación; si Jeremías hubiera podido contemplar la victoria del Crucificado y el sepulcro vacío; si Ezequiel hubiera visto las lenguas de fuego del día de Pentecostés! Nada de esto tuvieron ellos; todo esto tienes tú. Dime, por cierto, ¿qué haces con todo esto que recibes? ¿Tienes idea de cuánta dulzura tendría el nombre de Jesús en los labios de Elías, Moisés o Isaías? ¿Puedes imaginar cómo contemplarían a Jesús Niño mujeres como Sara, Rebeca, Débora o Raquel? No pudieron verlo; entre brumas le presintieron, y, asidos y asidas a la esperanza que les daba el Espíritu Santo, avanzaron con firmeza.
100.6. Eres un afortunado, hermano mío. Tus palabras no se dirigen ya a un Dios ignoto y temible, sino a uno que puedes considerar tuyo por la semejanza que quiso contigo. A tu lado se pasea tu Dios; te habla, te espera, te acaricia y mima; te corrige y educa; te ilumina, perdona y sana; te abraza de mil modos, te busca de mil modos, te fortalece con sus promesas y parece que no tuviera otro ser ni quehacer sino amarte. ¡Es una delicia ver cómo cumple Él sus promesas y, por decirlo así, se esfuerza en ser fiel ante los fieles y cariñoso con los displicentes, manso con los que lo hieren con crueldad, compasivo siempre, amoroso siempre, dulce y adorable siempre!
100.7. Dime, hermano, ¿qué siente tu alma con una promesa como esta: «Os enviaré las lluvias a su tiempo, para que la tierra dé sus frutos y el árbol del campo su fruto» (Lev 26,4)? ¿Y qué tal lo que dijo Jesús bajo la sombra de una parábola? Son palabras que se refieren al Padre Celestial: «Dijo, pues, el dueño de la viña: “¿Qué haré? Voy a enviar a mi hijo querido; tal vez lo respeten.”» ¡Dios Santo, Dios Santísimo! ¡Mira qué palabras: “Tal vez lo respeten”! Y tu raza, la de los hijos de Adán no respetó al Niño de Dios. ¿Qué puedo yo decir, sino que habéis frustrado y herido lo más delicado del corazón de Dios? ¿Cómo es que no ha descargado contra vosotros su justicia? ¿No es esto lo más admirable de todo, que vosotros no respetasteis a su Hijo, y Él, en pago, toma la Sangre de su Hijo asesinado para rescate de vosotros mismos? ¿Hay derecho a que el hombre dude de su Dios?
100.8. Alguna vez te dije que, si yo quisiera ser humano —que no lo quiero, pues Dios me ha dado amar su designio sobre mí—, únicamente lo querría por ese privilegio vuestro, a saber, saludar en vuestra misma naturaleza al Unigénito del Padre. Hoy te digo que si algo puede hacer que yo tiemble de pensar en ser humano —que no temo serlo, pues Dios me ha dado conocer la firmeza de sus designios— es meditar en el precio de la Sangre del Hijo de Dios.
100.9. Después de la Cruz, después de que esa Sangre se ha derramado y no se ha coagulado, sino que sigue brotando en cierta manera en el cáliz de la Santa Misa, después de ese diluvio de amor, superior en todo al que se cuenta de los días de Noé, después de todo, todo eso, ¿qué decir, qué hacer, cómo estar en su presencia? Algo así sintió Habacuc cuando el Espíritu Santo quiso que quedara escrito: «Yahveh está en su santo Templo: ¡silencio ante Él, tierra entera!» (Hab 2,20).
100.10. Deja que te invite a la alegría. Dios te ama; su amor es eterno.