95.1. En el Nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo.
95.2. Tu oración es pequeña; eso es verdad. Pero unida a la oración de la Iglesia es muy grande. Y para que descubras el valor de esta oración de la Iglesia, hoy quiero hablarte.
95.3. Lo primero que debes saber a este respecto es que, si el mundo no ha muerto de frío, se debe a que hay hogueras de amor encendido. Pues bien, todo el fuego que arde o que llegue a arder en la faz de la tierra tuvo y tiene su comienzo en aquella llamarada de la que dijo Cristo: «He venido a arrojar un fuego sobre la tierra…» (Lc 12,49), promesa que cumplió a cabalidad cuando «Se les aparecieron unas lenguas como de fuego que se repartieron y se posaron sobre cada uno de ellos» (Hch 2,3).
95.4. Esto significa que la Santa Iglesia es ministra de esa llamarada que es el amor de Cristo por la salvación del mundo. Por eso en Ella, particularmente en su plegaria, el Espíritu extiende sus ígneos efectos a todos los hombres, por ministerio de los creyentes.
95.5. Y bien que es necesario este fuego, pues sin él es imposible cambiar la forma horrenda del corazón humano, que se ha hecho insensible y deforme como un cacharro oxidado y viejo. Si no le calientas hasta el punto de fundición podrás partirlo, pero no cambiarlo. Con fuego, en cambio, es posible quitarle la escoria y devolverle su esplendor primitivo, y aún mayor.
95.6. Y el fuego es también el que funde los corazones en uno solo, haciendo de diversos pueblos una sola raza y nación. Y fuego es lo que sienten los que aman, cuando el intenso palpitar de la sangre les da una belleza natural y un calor inconfundible. Y fuego es lo que vio Isaías que ardía en los Cielos, de donde vino aquel querubín con un ascua encendida (Is 6,6); de donde también vino aquella extraña llamarada que no consumía a la zarza que embellecía (Éx 3,2). Y fuego fue la respuesta a la necesidad del pueblo de verse protegido de noche, cuando Dios dispuso que esa columna singular venciera las tinieblas del desierto (Éx 13,21-22; 14,24). Y fuego fue la respuesta a la súplica quemante de Elías (1 Re 18,24.38), con lo que, por una vez, fue confirmada la fe del voluble y veleidoso pueblo.
95.7. Ese es el fuego que arde en la Iglesia. ¡Es tan bello! Cuando la Iglesia peregrina ora se asemeja a Jesús en su transfiguración (Mc 9,2-3): sus vestidos se vuelven de blanco resplandeciente, y la voz del Padre se deja oír.
95.8. No es para menos: orar con otros, sea que estén ante tus ojos o que ni siquiera los puedas ver, es un verdadero sacrificio, porque te hace salir de ti y de tu mundo de intereses, y te hace participar en algo del amor que Cristo tiene a la gloria de Dios Padre a través de la ora magna de vuestra propia salvación. Cada minuto de oración, pues, es un minuto más de cristificación.
95.9. Entra con amor, hermano, en los caminos del Fuego Divino, de modo que tu tibieza sea remediada por el fervor de algún Ángel o de algún bautizado. Tan grande fue la providencia de Cristo para ti y tus hermanos, que en verdad te digo: todo está dispuesto para que tengas vida, y vida abundante (Jn 10,10).
95.10. Deja que te invite a la alegría. Dios te ama; u amor es eterno.