Para algunos de nosotros esta Navidad tendrá un sabor distinto. Estoy pensando en las familias de mis hermanos en el Perú, afectados por el terremoto; estoy pensando en tantos amigos y conocidos en Santa Cruz de la Sierra, en Bolivia, que enfrentan un panorama incierto y duro, para sí mismos y para su país; estoy recordando con amor a tantos en Venezuela que sufren al ver a su país polarizado y tan cerca de un punto de no retorno.
Vienen a mi mente también las condiciones de dura opresión de los cristianos en Irak y en la mayoría de los países de mayoría musulmana. Graves interrogantes se ciernen además sobre Birmania, que ha visto desfilar a cientos de miles de monjes budistas, algunos de ellos asesinados impunemente. El panorama de Rusia es estable pero bajo la hegemonía disfrazada del férreo poder de Putin. China obliga a los fieles al Papa a esconderse. Argelia arde, lo mismo que Paquistán; la paz es esquiva en Sudán, y Zimbawe se acerca a lo que parece un abismo. El presidente norteamericano George W. Bush ha rechazado diálogo directo con el presidente sirio, a la vez que la tensión en Irán no cede. Y los países que parecieran gozar de relativa estabilidad democrática encuentran morboso solaz en exterminar vidas inocentes a través del aborto. Sí: estoy pensando en los 100.000 asesinados este año en España, y los centenares de miles de Inglaterra, Canadá y Estados Unidos, comienzo de una lista que es muy larga…
El mundo, nuestro mundo, gime afligido, llora en soledad, se retuerce con angustia, escupe fuego, suda con ansiedad, chorrea sangre de todos sus costados. Y junto a los dramas inmensos, nuestros pequeños dramas de familia y de amigos: la gente que se nos ha muerto, y los que están enfermos; los que siguen secuestrados; los que han sido diagnosticados con enfermedades graves o incurables. Uno no quiere darle altavoces al dolor pero es que él grita solo.
Y sin embargo, este es también el año en el que un hombre valiente y creyente, Benedicto XVI, nos ha invitado a saludar el don magnífico de la esperanza. Él es el pastor que Cristo nos ha dado, y desde su alta cátedra nos invita a proclamar sin temor que somos “salvados en la esperanza.” Las lágrimas no pueden negar la noche pero tampoco el amanecer. Nuestros gemidos pueden ser el comienzo de plegarias y nuestras oraciones el prefacio de hermosos cantos. Las manos que ya saben golpear pueden aprender a acariciar, y la voz que hasta hoy dijo insultos puede aprender a derramar consuelo y bondad.
La Navidad no es un cuento de hadas. No es el arte de imaginar que los problemas no existen. La Navidad no es una puerta de escape sino un portón inmenso que abre la Casa de Dios. Pero antes de ser portón, es portal. Allá en la noche fría y el pesebre pobre; allá en la sonrisa pura de la Virgen y la mano firme de San José, jefe de hogar; allá, bajo una cobija de estrellas y un coro inmenso de ángeles, allá está nuestra esperanza: se llama Jesús. Es un Niño; es un bebé, sólo un bebé, que llora como nosotros, que sufre como nosotros, que aguarda un abrazo, lo mismo que nosotros. Por eso se llama Jesús, se llama Emmanuel, se llama “Dios con nosotros.”
Cuando pienso en Afganistán y Birmania; cuando pienso en las clínicas de abortos en Barcelona y en Londres; cuando miro los ojos de Mariana, mi sobrina ahora huérfana a sus siete años de edad; cuando veo cómo los seres humanos somos valientes para destruir este planeta y remisos en ayudar a curarlo; cuando todo ello me abruma y sobrecarga sólo sé gritar una cosa, una sola: que nada soy sin Cristo y que todo lo puedo en Aquel que me fortalece. Lloraré mucho en esta Navidad, y ustedes ahora saben por qué. Pero mi llanto será esa lente que me deje ver mejor el amor de Cristo, que vino por nosotros, los cansados, los débiles, los pecadores, los mendigos de atención y de cariño.
Con girones de mi alma escribo estas palabras, mis Amigos en la Fe; con pedazos de mi corazón y mis entrañas. Entérese el mundo que existe un Cristo Vivo. Sepan todos en todas partes, que por mí, y por los que somos urgidos de misericordia como yo, ha venido el Salvador a este mundo.
¿Qué decir, entonces? Vayamos, hermanos, vayamos unidos a Belén. Vayamos al portal. Volvamos a Jesús. Allí donde está Él, allí es Navidad. Allí donde Él empieza todo empieza. Sólo en Él, sólo fiado de sus ojos y pendiente de sus labios puedo decir: FELIZ NAVIDAD. Falsa es la alegría si Él falta; breve es la tristeza si Él viene. Feliz, hermanos, feliz navidad en Cristo Jesús. Amén, amén.