Sentimientos Negativos
Después de haber reflexionado sobre algunos sentimientos positivos, sobre la afectividad que se nos da para amar, vamos a reflexionar sobre otros sentimientos o actitudes negativas que nos impiden vivir una vida de amor, de equilibrio; que nos impiden amar a los demás y entregarles, en cambio, desamor, rechazo, resistencia. El hombre fue creado para el amor, palabra que designa cosas diferentes, carnales o espirituales, pasionales o pensadas, graves o ligeras, que construyen o que destruyen. Amamos a los padres, a los hijos, al esposo/a, a un amigo, a un compañero, a un animal, a una cosa agradable. La Biblia es testigo de de sentimientos de toda clase. Se mezclan en ellos la rectitud, el pecado. Por eso los LXX escogieron, entre tantas palabras que designan el amor, el verbo “ahab”; en griego “agapán”; que en el Nuevo Testamento vendrá a ser una palabra exclusivamente religiosa. El hombre bíblico sabe del valor de la afectividad, palabra cargada de una experiencia humana densa y concreta, aunque no ignora sus riesgos.
Dios, que es amor, ha tomado la iniciativa para entablar con el hombre un diálogo de amor y para enseñar a amar unos a otros. Dios inicia el diálogo amoroso ofreciéndole una libre adhesión a su voluntad, a través de un precepto. Adán desobedeció, pecó. Después de pecar, se escondió. Dios, como un padre lleno de amor y no sin ansiedad, lo busca: “¿Dónde estás? El hombre contestó: Te oí andar por el jardín y tuve miedo, porque estoy desnudo; por eso me escondí” (Gn 3,9s). Es desconcertante y es común el miedo. En el miedo se condensan una cantidad de sentimientos negativos. Este es el primer sentimiento negativo que aparece en la Biblia.
El miedo: El miedo nos infunde la idea errónea de un Creador severo y justiciero y nos hace creer que estamos condenados sin remedio. Muchos tienen miedo a Dios: temen su ira, su castigo, porque desde su niñez han recibido una imagen falsa de Dios, como un ser justiciero y vengativo. “Yo nunca me atrevía a hablar de Dios directamente; solía rezar a la Virgen, para que ella se lo comunicase a Dios”, decía una señora de edad media, y añadió: “desde que recibí la sanación de recuerdos no me canso de decir: “Abba, Padre. Es tan maravilloso sentirme hija de Dios!”. Su antiguo terror a Dios era una proyección de miedo que su propio padre le inspiraba. “Por treinta años he vivido condenado vivo al infierno, antes de conocer la misericordia y perdón de Dios”, confesaba un hombre. Su condenación comenzó en la adolescencia, obra de un confesor poco comprensivo.
Padres muy severos o maestros poco comprensivos pueden dejar una secuela de miedos: miedo a la autoridad, miedo a tomar iniciativas, miedo de degradar a otros. Un niño impresionable puede perder su apetito y hasta la ilusión por la vida y enfermar, cuando le riñen de mal modo. Los sicarios, por ejemplo, centran su religión en María como madre porque no tienen ninguna imagen paterna. Para ellos es imposible ver a Dios como padre, puesto que ese ser siempre ha estado ausente en sus vidas o no ha significado nada para ellos.
El miedo paraliza. Sustos, accidentes, películas o historias de temor, en la niñez, pueden crear miedo a la oscuridad, a viajar solo, a la enfermedad, a insectos. Un joven era incapaz de entrar solo en un ascensor, o estar solo en una habitación cerrada. Resulta que cuando su madre estaba embarazada quedó atrapada en un ascensor. Para llegar a la escuela, una niña de 12 años tenía que cruza la jungla; esto le causaba terror. En un retiro aceptó la amistad con Jesús y le ofreció su miedo. Al día siguiente dijo a sus compañeras: a no tengo miedo, porque Jesús está conmigo. Una de ellas le repuso: Aunque Jesús esté contigo, tú no lo puedes ver”. No importa, añadió la niña, “en mi casa yo no tengo miedo por la noche; aunque no veo a mis padres, sé que están conmigo”. Su fe en el Amigo invisible la libró del miedo. Lo mismo a ti.
Escucha al Señor que te dice: “No temas, yo estoy contigo. Te he rescatado, te llamo por tu nombre. Tú eres mío. Si pasas por cañadas oscuras, yo estoy contigo. Soy tu Dios, tu Salvador, y eres precioso a mis ojos. Yo te amo” (Is 43,1-5).
El autorrechazo: El autorrechazo condena a muchos a vivir en soledad, cerrados a sí mismos; o los obliga a salir mendigando a otros seguridad afectiva. El autorrechazo hace que algunos sientan rebelión contra una sociedad, que les ha defraudado. En le fondo de muchos casos de alcoholismo, drogadicción, prostitución y tentativas de suicidio está el autorrechazo, a veces agravado por autocompasión y culpabilidad.
Raíces de autorrechazo pueden ser: un embarazo no deseado; mirar al recién nacido más como una carga que como un don; decir: ¡ojalá no hubieras nacido!; expresiones de desprecio o ridículo, como “¡Tonto, no vales nada!”; fracasos, combinados con falta de aprecio, hacen que uno se desvalorice ante sus propios ojos, forme una imagen pobre de sí mismo y no aprecie su valor como persona. Sólo Dios sabe cuánto sufrimiento oculto hay en el mundo a causa de ello.
Solo el amor de Dios aceptado en fe en toda su gratuidad, puede redimirnos de las fuerzas del autorrechazo: “¿Acaso olvida una mujer a su niño de pecho, sin compadecerse del hijo de sus entrañas? Pues, aunque ella llegase a olvidarse, yo no me olvido. Míralo, en las palmas de mis manos, te tengo grabada” (Is 49,15s).
Una persona había sufrido lo indecible de autorrechazo. Meses después de su encuentro con el Señor en un retiro dice que comenzó a saltar de alegría y dijo: “Soy hija de Dios. El me creó a imagen suya y para su gloria. Jesús sacrificó su vida por mí. Desde que le conocí de veras, vivo arropada en su amor; y no paro de darle gracias.
Inseguridad, ansiedad, dudas.: La autoestima “es la fuerza más poderosa al servicio de la vida y consiste en la predisposición a experimentarnos como competentes para afrontar los desafíos de la vida y como merecedores de la felicidad”. La autoestima implica una apreciación realista. Nos hace contar con el fracaso, los errores, los conflictos, como normales en el proceso de la vida. Nuestra poca autoestima nos rebaja y nosimpide sentirnos merecedores de aprecio, reconocimiento y perdón.
Al elevar nuestra autoestima vamos despejando el camino del perdón y le vamos quitamos todo su poder mortífero a la culpa, el odio y el resentimiento. En efecto, una buena autoestima es el mejor sistema inmunológico emocional. Condenarnos a nosotros mismos se puede convertir en una estrategia para no afrontar nuestra responsabilidad. Condenándonos encontramos el modo de echar sobre otos nuestro problema. Esta era la explicación de dos hermanos sobre su propio comportamiento. El primero era alcohólico y daba este motivo: “mi padre bebía y yo aprendí a beber en sus rodillas”. El segundo era abstemio y dijo: “mi padre bebía y aprendí muy temprano que el alcohol puede llegar a ser un veneno. Por eso no bebo”. Fantaseamos al culpar a otros y aterrizamos cuando tomamos con seriedad las riendas de nuestra vida, cuando aceptamos nuestra responsabilidad en todo sentido: en nuestra relación con Dios y con el universo, con nuestra propia alma y con los demás, con la calidad de nuestro tiempo y la productividad de nuestro trabajo. Cuando somos responsables iniciamos una vida nueva.
El sentimiento de culpa: Uno puede arrepentirse de sus pecados, confesarse y recibir el perdón pero, al mismo tiempo, quedar con un sentido de culpa enfermiza, agobiante. Por la culpa sana aceptamos nuestra responsabilidad en lugar de evadirla. El sentimiento anormal de culpa lleva a la persona a encerrarse en sí misma, angustiarse, resignarse. Se puede exagerar la culpa por escrúpulos y hasta por querer afianzar nuestra personalidad religiosa. La culpa anormal engendra sentimientos de miedo, complejos, desesperación, depresión, autodestrucción. Hace que nos condenemos sin cesar y nos neguemos a recibir el perdón, pues nos hace sentir indignos.
De ahí la necesidad que tenemos de ahondar conscientemente en estos sentimientos, conocerlos, adoptar las resoluciones prácticas para corregir lo que me esté afectando, y liberarnos de ellos abriéndonos a la misericordia infinita de nuestro Padre celestial.
Tristeza, soledad, depresión: Jesús llegó a sentir pavor, angustia y una tristeza infinita que le hizo exclamar: “mi alma está triste hasta el punto de morir” (Mc 14,34). Hay personas invadidas por la tristeza y abiertas a la depresión desde muy pequeños. Las causas más comunes para que surjan esos sentimientos son falta de amor, de concordia en la familia, pérdida de un ser querido, del padre o de la madre, que no entendieron. El descubrir a Dios como Padre y a María como su madre les ayudó a superar esos sentimientos y a normalizar sus vidas.
Sentimiento de inferioridad: El niño está lleno de curiosidad, de preguntas. Si en vez de explicaciones encuentra un silencio despectivo, o el ridículo, o se le compara desfavorablemente con otros, comienza a acomplejarse, a decaer en su autoestima. Un seminarista se esforzaba por conseguir las notas más altas y lo lograba. Pero no conseguía liberarse de un complejo de inferioridad, que había adquirido en su niñez, cuando siempre vivía en competencia con su hermano mayor, perdiendo casi siempre y viéndose inferior a él. Al perdonar a su hermano de corazón se aceptó a sí mismo y encontró la paz.