91.1. En el Nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo.
91.2. “¡Aleluya!”: Esta es la palabra propia del domingo. “¡Aleluya!”: Esta es la canción del pueblo redimido. “¡Aleluya!”: Esta es la poesía del corazón enamorado y agradecido. “¡Aleluya!”: Esta es la consigna de los misioneros y el verdadero catecismo de los educadores. “¡Aleluya!”: Este es el precioso vínculo entre la tierra y el Cielo, la danza de amor que une a los Ángeles y los hombres.
91.3. Enséñale a tus pies a llevar ritmos de aleluya cuando caminen. Acostumbra tu corazón a palpitar aleluyas cuando acoge y envía la sangre por todo tu cuerpo. Educa a tus párpados, para que digan aleluya cuando se cierren y cuando se abran, de modo que siempre estén cerrados a la mentira de las tinieblas y abiertos al esplendor del Día de Cristo.
91.4. Obra de tal modo que todo lo que empieces lo termines, y al terminar puedas decir: “¡Aleluya!” Habla de tal modo que todas tus palabras sean verdad y quien las escuche pueda cantar con amor: “¡Aleluya!” Piensa de tal manera que toda la armonía de tus ideas tenga el sello inconfundible de ese “¡Aleluya!” que llevas en el centro de tu alma desde el día en que fuiste bautizado.
91.5. Hay algunos papeles elegantes que tienen una trama o dibujo hecho con suave tinta, a manera de fondo. Que tu vida sea elegante, grata, perfumada y bella, y que su palabra de fondo, su melodía interior, su ritmo propio sea “¡Aleluya!.”
91.6. ¿Estás cansado, mi pequeño? ¿Dónde encontrará descanso un misionero si no es en la alabanza? ¿Qué hacía Jesús después de sus jornadas extenuantes de caridad y predicación? ¿En qué le ves ocupado después de horas y horas de entregarse como nadie se había entregado? La soledad fue su cuarto; la montaña, su oratorio; la plegaria, su cobija, y la alabanza su reposo y su solaz. Más que las gotas de su Sangre, los ríos de su amorosa alabanza inundaban el corazón del Padre Celeste.
91.7. ¡Es tan hermoso Jesucristo! Una noche que estaba orando le oímos decir en voz alta esta breve oración, maravillosa síntesis de su inocencia, su alegría y su ternura; dijo aquella vez: “Papá, Padre Dios. Hoy hay que hacer justicia…” Cuando oímos esta expresión retemblaron los Cielos de los Cielos. ¡Tú no tienes idea de cómo se oye la palabra “justicia” en labios del Hijo de Dios!
91.8. En medio de un profundo silencio, continuó: “Padre, una vez tú enviaste un diluvio sobre esta tierra, dice la Ley. Ahora debe ser anegado el Cielo.” Nadie entendió nada de lo que estaba diciendo, porque toda esta plegaria la pronunció en voz alta. Y siguió: “Si los males de la tierra merecieron un diluvio de reparación y correctivo, ¿tantos bienes del Cielo quedarán sin un diluvio de danzas y alabanzas? Es justo, Padre; es obra de justicia que también el Cielo sea inundado, y pienso que es mi deber y mi derecho empezar la lluvia de cantos y aleluyas.”
91.9. Lo que siguió, mi amado hermano, no te lo puedo contar. Es de aquellas cosas que no caben en lengua de Ángeles ni de hombres: constelaciones repletas de estrellas y soles pueden darte una idea de cómo se iluminaba aquella noche bendita con cada palabra que Jesús iba diciendo: con la naturalidad de un niño que agradece a su madre la comida y al mismo tiempo con la inspiración que no tienen los Querubes.
91.10. Por eso te digo: alaba a Dios. Hazme recordar esa noche. Cuando te recoges en tu alma como en un templo, y desde tu corazón, como desde un altar disparas flechas encendidas de amor hacia los Cielos, tú me haces recordar al Hijo de Dios hecho hombre. Y soy feliz.
91.11. Deja que te invite a la alegría. Dios te ama; su amor es eterno.