Una profunda sensación de trascendencia embarga mi alma a esta hora; algo inmenso y bello; una dulzura cargada de seriedad augusta; una ternura que apenas cabe en palabras y que me mueve a un respeto inmenso hacia todo lo que existe.
De repente, es como si todo me pareciera digno de grande atención y también de algo que sólo puedo describir como veneración: sí, veneración, unida a un amor a la vez suave y fortísimo, que me envuelve en oleadas de gratitud y cercanía.
Es también una sensación de transparencia; quiero decir, como si las cosas, todas las cosas, se volvieran de cristal, y la luz que las sostiene empezara a asomar desde adentro mismo de ellas. No es esta una luz exterior sino algo así como si las cosas mismas estuvieran hechas de luz.
Pienso ahora que esa frase de Génesis, “¡Haya luz!” va de primera no porque sucediera primero en el tiempo, como si hubiera unas horas o segundos entre la creación de la luz y todo lo demás que sigue. Más bien creo entender que esa sola frase resume bien la creación entera, o sea, el acto de crear, y también sintetiza perfectamente a todo lo creado.
Allí mismo donde se dijo con toda verdad que “Dios es Amor” también se dijo que “Dios es Luz” y así como el rastro del amor está en todo lo que Dios hace, así también es su luz misma lo que encontramos si aprendemos a mirar sus obras.
Entre tantas maravillas destaca con mucho la nobleza del ser humano pero no tanto como para opacar la hermosura admirable de los Ángeles que Dios ha creado. Es para mí como un misterio de mi propio ser que yo no viva completamente subsumido en el misterio fascinante y bello del ser angélico. ¿No deberían bastarme ellos? ¿Cómo es que a veces encuentro tanto gusto en cosas tan terrenales después de que mi Dios en su misericordia me ha concedido regalos que estoy tan lejos de merecer, y que son más del Cielo que de este mundo?
Quiero decir que yo entendería perfectamente que alguien tomara ese rumbo, es decir, que se fascinara de tal modo con las luces altas que ya no encontrara ninguna satisfacción en las cosas humildes y como bruscas y opacas que tanto abundan en esta tierra. Eso yo lo comprendería muy bien. Pero no puedo dejar de anotar algo. Si uno piensa en la distancia que separa al ángel del hombre, lo único que parece sensato es olvidarse del trato con los hombres y sólo vivir para invocar a los Santos Ángeles, y acompañarlos en su liturgia de Cielo; pero si uno en cambio piensa en cuánto nos separa a Ángeles y hombres de Dios es como si yo me preguntara, mientras miro hacia la Luna, si estoy más cerca de ella cuando me empino. No son nuestras empinadas las que nos acercan mucho a la Luna realmente: otra clase de recursos y caminos se requieren para tal fin.
Para ir a la Luna necesitamos naves espaciales; para ir hacia Dios tenemos aquello que nos dijo el Señor: “Nadie va al Padre sino por mí” de modo que es nuestra unión con Cristo, que es nuestra Nave y nuestro Capitán, lo que puede conducirnos verdaderamente cerca de Dios. El objeto inmediato de nuestra reflexión puede ser tan humilde como un pedruzco o tan noble como un Ángel: si ello me hace quedarme en el Ángel o en el pedruzco, he extraviado el camino; si en cambio me lleva a amar y servir mejor a Cristo, he acertado, y es la fuerza de su gracia, a manera de nave, quien me impulsa de modo irresistible y maravilloso hacia Dios.
A esta misma conclusión puede llegarse por otro camino. Esta claro que toda perfección cristiana radica en el cumplimiento de la voluntad de Dios; está claro también que mucho podemos aprender de esa voluntad en frases del Evangelio como esta, que “hay más alegría en el cielo por un pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no necesitan conversión”. Según eso, mi trato con los Santos Ángeles debe tener esta medida: buscar lo que haga más perfecta mi conversión o que de algún modo me disponga mejor a servir en la obra de la sslvación de los demás. Lo que pase de ahí no agrada a Dios.
Hecha esa aclaración, sí quisiera compartir de lo que he aprendido sobre la presencia de los Santos Ángeles en nuestra historia, y así haré, con el favor de Dios, y con la intercesión bendita de mi Ángel Custodio.