90.1. En el Nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo.
90.2. Imagina el más torrencial de los aguaceros. Mira en tu mente cómo caen, sin esperarse una a la otra, miles y millones de gotas. Ahora piensa que dentro de cada una hay una palabra, un mensaje para ti. Así quisiera hablarte Dios. El evangelista Juan advierte que hay muchas obras y palabras de Jesús que no han quedado escritas (Jn 20.30), y tú mismo has comprobado que la Biblia a menudo dice que Jesús “enseñaba” (cf. Mt 5,2; 7,29). Pero, ¿qué enseñaba? ¿Qué era todo eso que quería y que en cierto modo tenía que decir? Sabrás si hay amor en tu corazón si alguna vez en cada instante y mil veces cada día te preguntas por esas palabras de Jesús que no quedaron consignadas en otro lugar, si no fue el corazón enamorado de sus más allegados discípulos.
90.3. ¿Qué palabras, bendito Dios, brotaban de esos labios, únicos que puedes llamar plena y absolutamente ungidos? ¿Y de qué corazón, ardoroso en cuál fuego, nacían tales palabras? Ve y pregúntalo a María, la de Betania. Pídele que te cuente qué aprendió del Maestro Divino en esas tardes en que tuvo como para sí sola toda la potencia y la gracia de la Sabiduría del Padre.
90.4. ¿No es cosa que espante con grandísimo asombro? He aquí al Señor en actitud de siervo. Sí; es Él quien lleva la palabra, pero más que tenerla, apenas la sostiene, como un grácil mesero sostiene la vianda que servirá de deleite y de alimento a su complacido comensal. Hablando a su discípula, la atendía, aderezando para ella los manjares que hasta entonces sólo se conocían en los Cielos. Era el Señor, el Maestro, y por ello mismo, el siervo de todos.
90.5. «Yo estoy en medio de vosotros como el que sirve» (Lc 22,27), dijo una vez Nuestro Señor, y era la pura verdad. Ninguna otra cosa aprendió mejor y ninguna enseñó con mayor fuerza o elocuencia que esa: servir. Murió Cristo con sus manos llenas de obras de servicio, con sus ojos entrenados en conocer las necesidades para servir, con los oídos acostumbrados a las súplicas de atención, que para Él eran llamados de servicio, con la boca, en fin, reseca, después de haber derramado y servido sobre la tierra todo el torrente de su luz amable y viva.
90.6. A imagen de Él, que es tu Señor, has de preguntarte qué muerte te aguarda. Aquello en ti que no se parezca a Cristo no puede ni vivir ni reinar donde vive y reina Cristo. Cólmate, pues, de su amor y que de su amor desborde gracia. Haz de tu vida una nube de lluvia, que vierta con gozo la abundancia de los cielos. Deja que te invite a la alegría. Dios te ama; su amor es eterno.