87.1. En el Nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo.
87.2. Siempre me encontrarás dispuesto a enseñarte, si tú siempre llegas dispuesto a aprender de mí. De hecho, uno de los grandes males de la Iglesia estriba en que sus predicadores, sacerdotes, obispos o misioneros pierden la maravillosa facultad de aprender. Se olvidan de las palabras de Cristo, cuando se refirió al trigo y la cizaña que crecen juntos (cf. Mt 13,30). Él no dijo que el trigo iba a crecer en medio de una cizaña pasmada o raquítica. La cizaña crece cada día, y por eso el trigo está llamado a crecer cada día.
87.3. Es algo que tú has podido comprobar muchas veces: la maravillosa estrategia evangelizadora que ayer en la tarde dio preciosos frutos hoy por la mañana fue poco más que inútil. Los ejemplos que hace una semana conmovieron hasta las lágrimas tal vez mañana no sirvan de mucho.
87.4. Me parece estar oyendo tu réplica: ¿Y entonces cómo es que repetimos las palabras de Cristo, que «el cielo y la tierra pasarán; pero mis palabras no pasarán» (Mt 24,35)? La Escritura es siempre actual, pero no considerada como un fárrago de palabras, sino como Palabra viva en una Iglesia viva. Cuando la Iglesia descuida la juiciosa y amorosa meditación de la Palabra, sus palabras pierden contenido, pero no sólo eso: la comprensión misma de la Escritura se hace brumosa y casi llega a parecer que su mensaje va quedando encadenado al pasado.
87.5. Por decirlo de una manera simple, aunque no del todo exacta: el destino de la Palabra y de la Iglesia están inseparablemente unidos, y no puede ser de otro modo, pues la Iglesia es a la vez la obra propia de la Palabra y su púlpito propio ante el mundo.
87.6. Cuando la Iglesia quiere aprender de la Palabra, en ello tienes la señal y el camino de su buena salud. Lo contrario también es cierto: cuando, por el motivo que sea, la Iglesia se distrae de la Palabra, tienes la señal y el camino de su ruina.
87.7. Sin embargo, dijo el Señor que los poderes de las Tinieblas no derrotarían a la Iglesia (Mt 16,18), no ciertamente por las personas humanas en Ella congregadas, sino por la fuerza intrínseca que precisamente tiene la Palabra. Así como la Creación nació de la palabra poderosa de Dios, así su Iglesia ha nacido de su admirable Revelación, al punto que es más probable que el mundo deje de existir a que la Iglesia sea vencida.
87.8. No deben los cristianos, sin embargo, hacer de esta certeza una causa para una falsa seguridad, ni mucho menos para un orgullo nefasto. Contra lo primero está el hecho de que la Iglesia como tal goza de la confirmación en la gracia de la victoria final, pero nadie debe presuntuosa e irresponsablemente aplicar esa promesa indefectible a su caso singular puesto que esto no fue prometido.
87.9. Contra lo segundo, es evidente la contradicción a que llegamos: enorgullecerse de pertenecer a la Iglesia, hasta el punto de creerse superior a quienes no han recibido la gracia de estar visiblemente en Ella es en la práctica eliminar de un golpe el vínculo único y real que os une como pueblo de redimidos. El cristiano que con presunción y soberbia desprecia al que dice que está afuera, ya se salió de la comunión de la gracia. ¡En el acto mismo de autoafirmarse “adentro” ya está “afuera”!
87.10. Amado de Dios, nunca te canses te ahondar en las fuentes de gracia que brotan del Corazón de Jesucristo. Aunque yo me callara y nunca volviera a hablarte como ahora puedo hacerlo, tú nunca dejes de aprender. No pierdas el gozo bendito de ser siempre discípulo.
87.11. Deja que te invite a la alegría. Dios te ama; su amor es eterno.