78.1. En el Nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo.
78.2. “¡Santifica!”: he aquí un extraño imperativo que sin embargo es propio e irrenunciable de tu vocación sacerdotal. Estás llamado no sólo a ser santo, cual corresponde a todo bautizado, sino a santificar. Ser sacerdote quiere decir santificarse santificando. Tu modo propio de ser fecundo es creando un entorno de santidad y belleza alrededor de ti, pues, así como lo propio de un padre de familia es engendrar y formar unos hijos, y pastorear con su palabra el pequeño rebaño de su hogar, así lo propio tuyo, lo que Dios espera de ti, es que hagas un hogar de santidad, o mejor aún: que le des hogar a la santidad.
78.3. En efecto, es la santidad como una pobre huérfana a quien pocos quieren hospedar. Lleva en sí las riquezas de la comunión con Dios, y sin embargo, no encuentra quien la acoja con gusto y cariño. Para los vicios se preparan grandes casas, mansiones y hoteles de lujo. Para la santidad poco se construye físicamente y menos aún moralmente. Dime, ¿cuántos sacerdotes consideren como deber suyo, amable deber de su estado, santificar?
78.4. Así como no es posible que un hombre después de lavarse profusamente en una loción perfumada no deje el rastro de su paso por donde va, así tampoco es posible que deje de notarse el suave y penetrante aroma de la santidad allí por donde van los santos de Dios. Este es un primer sentido del verbo santificar, que, así entendido, por igual vale para los laicos y para los sacerdotes.
78.5. Un segundo sentido tiene que ver con el uso de la palabra. Por eso escribía Pablo: «En algunos pasajes os he escrito con cierto atrevimiento, como para reavivar vuestros recuerdos, en virtud de la gracia que me ha sido otorgada por Dios, de ser para los gentiles ministro de Cristo Jesús, ejerciendo el sagrado oficio del Evangelio de Dios, para que la oblación de los gentiles sea agradable, santificada por el Espíritu Santo» (Rom 15,15-16). A través del fuego de su palabra Pablo separó para Dios una ofrenda gratísima, a saber, multitud de almas que, pasando de las tinieblas a la luz, con sus cánticos de fe son alabanza del Padre de las misericordias.
78.6. De igual forma, cada sacerdote ha de esmerarse en que su predicación sea viva y sea vida. Predicación viva, porque brota de una experiencia profunda, continua, inagotable; predicación que es vida, porque toca la existencia de sus oyentes y la transforma, de modo tal que cada uno sea un eco de honor a la Palabra.
78.7. El sacerdote santifica también, y de modo singular, a través de su oración. Ésta debe nacer de un corazón compasivo, modelado en el de Jesucristo, «Sumo Sacerdote de los bienes futuros» (Heb 9,11). Es así como te digo: la compasión del sacerdote no se resuelve en pura filantropía por lo que el ser humano no tiene y sí debería tener, sino que se extiende hacia esos bienes prometidos y realísimos con los que Dios Padre le aguarda y Dios Hijo quiere revestirle. Esa misericordia es la que mueve a los santos sacerdotes a hacer oración de lágrimas y de fuego, pues teniendo ya como ante la vista el Banquete del Reino, estos Ángeles de la tierra atraen el poder del Espíritu Santo con sus plegarias.
78.9. Estas piadosas y eficacísimas oraciones fueron anunciadas en la Escritura, allí donde se dijo: «Este es el que ama a sus hermanos, el que ora mucho por su pueblo y por la ciudad santa» (2 Mac 15,14). En aquella ocasión esas palabras se referían a Jeremías, el profeta, y no sin razón, pues su amor fue probado en el crisol de la persecución amarga y cruel de sus propios hermanos. De él has de aprender que nunca ha de brillar más tu ruego que cuando las tinieblas del odio se ensañen contra ti y contra todo lo que amas.
78.10. Santificar significa también darle a todo lo tuyo aquel orden y concierto propios del suave imperio de tu Dios. Tu expresión corporal, tu manera de sonreír o de llorar, tus pasos y tu porte, el aspecto de tus libros, ropas y demás enseres, el cuidado de tus responsabilidades y la serena providencia sobre todo lo que se te ha encomendado: todo esto trasluce en términos sumamente prácticos y visibles de quién eres siervo y a qué hogar piensas dirigirte.
78.11. Finalmente —por lo menos por esta ocasión— hay un significado de santificar que no quiero que ignores ni descuides. No falta a tu vida, ni faltará a la vida de tus parientes y relacionados, esa carga de tribulación y contradicción que es herencia de los hijos de Adán. Si al llegar los sinsabores tú tienes aquella actitud interior y exterior que ayude a hacer de ese momento una ofrenda de amor unida a la Cruz, estarás practicando de modo singular el don de santificar.
78.12. No es gran cosa permanecer en alabanza y gratitud enamorada cuando todo va bien, pero enseñar con amorosa persuasión y creíble ejemplo que es posible alabar y agradecer ante el dolor, esto es cosa sublime, porque hace como sacramentalmente presente el tesoro de la Cruz de Nuestro Señor Jesucristo. Ve delante en el cultivo de la paciencia, no como gimnasia del alma simplemente, sino como ofrenda sacerdotal unida al amor que llevó a Cristo hasta la Cruz. Entonces serás un santo que santifica.
78.13. Deja que te invite a la alegría. Dios te ama; su amor es eterno.