Mike Barnett, de 28 años murió haciendo el bien. Fue a ayudar a su abuelo, cuya casa se estaba anegando rápidamente por las torrenciales lluvias que han azotado el centro y sur de Inglaterra estos días de finales de junio de 2007. Mientras el nivel de agua subía, Mike intentó destapar un drenaje que debería aliviar la situación. Desafortunadamente su pie quedó atrapado en una reja y aunque muchas personas, incluyendo vecinos, bomberos y guardias hicieron esfuerzos desesperados durante cuatro horas, Mike murió no por ahogamiento sino por hipotermia. Todo se intentó, incluyendo el esfuerzo de buzos, darle un aparato de respiración de buceo, e incluso se consideró amputarle la pierna, pero el rápido ascenso del agua bajó la temperatura de su cuerpo demasiado pronto y el buen hombre colapsó y falleció ante los ojos impotentes de vecinos y de todos los que se esforzaron minuto a minuto por salvarle la vida.
Yo no lo conocí en vida pero de algún modo admiro su muerte. Por supuesto, él hizo todo de su parte para tratar de sobrevivir pero la presión del agua desbordada y las bajas temperaturas fueron más fuertes que él y que los que intentaron salvarlo. Ante el hecho de su deceso, sin embargo, no son pensamientos sombríos sino más bien de esperanza los que vienen a mí. Independientemente de estas lluvias que han azotada a Irlanda y aún más a Inglaterra, lo que yo pienso es aquello de morir haciendo el bien. A través de lo que he podido ver en las noticias, se trataba d elo que llamaríamos una persona “normal.” Alguien común en una situación poco común. Es la conjunción de lo ordinario y lo extraordinario. Y es la capacidad de estar sirviendo a otros cuando llegue la hora final.
Recuerdo una predicación de un famoso jesuita: “¡La flecha que ha de matarte ya fue disparada!” Un modo muy dramático de decir las cosas pero que en el fondo es verdad. Cuando caían las primeras gotas de la lluvia que causó la inundación que habría de cortar sus breves años Mike no imaginó que en esas gotas venía el abrazo terrible de la muerte. Las bacterias de la enfermedad de que habré de morir quizás ya están en mi cuerpo, o quizás ya tengo el tumor que producirá al final mi deceso. No sé si me he encontrado con la persona que habrá de asesinarme ni cuántas veces he pasado por el lugar donde caerá por última vez mi cuerpo.
¿Cómo hacer para acostumbrarnos a esa realidad tan permanente, tan natural y a la vez tan antinatural como es la muerte? Es natural, o lo parece, porque es la ley que la naturaleza parece imponer a todos: plantas, animales y personas; pero es antinatural porque todo adentro de nosotros grita “vida,” reclama “vida,” espera “vida.” Lo que yo quiero para mí entonces no es una resignación estoica o cínica frente a la muerte. No. Ella es una enemiga. Es enemiga perversa que se impuso sobre los que querían salvar a Mike. Es enemiga y sin embargo, precisamente en cuanto ha sido vencida por Cristo, y en cuanto su palabra no es la palabra definitiva, se convierte también en la “hermana muerte” que diría san Francisco de Asís.
Así quiero mirarla. Y quiero aprender a mirar con serenidad mi tumba cada día, como los antiguos monjes. Y quiero bendecir el lugar donde será sembrado, real o virtualmente, mi cuerpo. Y quiero que la muerte me encuentre haciendo el bien, un verdadero bien a alguien, así como Mike murió sirviendo y amando.