Hay dos comentarios básicos que hacer, antes de abordar un texto como el discurso de Jesús en Mateo 24. Primero, el carácter general del lenguaje apocalíptico. Segundo, los varios niveles del discurso de Nuestro Señor.
Sobre el lenguaje apocalíptico hay que decir que se trata de algo bastante elaborado por el tiempo en que Cristo vivió sobre esta tierra. La “apocalíptica” es todo un género literario que hunde sus raíces en el movimiento profético y hasta cierto punto lo generaliza o extiende. Si fue tarea de los profetas mostrar el parecer de Dios para unas coordenadas concretas de tiempo y lugar, las visiones de tipo apocalíptico ensanchan ese enfoque hasta cubrir todas las naciones y todos los tiempos.
La palabra apocalipsis no está asociada con destrucción o desastre sino que originalmente significa sólo “revelación.” Ya profetas como Ezequiel hablan de “visiones” o “revelaciones” que Dios les concedía, de modo que no es completamente nuevo que se hable de que Dios revela algo; lo que sí es nuevo es que eso revelado implica el destino de muchos pueblos, imperios y razas. Precisamente porque son tantos los afectados y porque la codicia humana por el poder es insaciable, viene a resultar que la violencia hace entrada muchas veces en esta clase de literatura. El proceso se puede ver bien en el libro de Daniel, que más de una vez describe los reinos de esta tierra como “bestias” feroces que se alimentan de seres humanos.
Sin embargo, el mensaje central del libro que llamamos Apocalipsis, y de los escritos apocalípticos en general, no es un anuncio de desolación sino de esperanza. El tema central no es que va a haber batallas sino que habrá victoria para todo aquel que se fíe de Dios y sepa permanecer unido a Él. Por encima de los intereses tantas veces mezquinos de los seres humanos y de los reinos terrenos, viene el Reino de los Cielos, el Reinado de Dios, que es amplio en su alcance, ancho en sus miras, firme en sus cimientos, lleno de amor en sus leyes.
Así como los profetas usaron muchos símbolos y acciones simbólicas para tratar de describir la mente de Dios sobre situaciones particulares, es apenas natural que la literatura apocalíptica esté llena de simbolismo de muchos modos: los números, las piedras preciosas, los acontecimientos cósmicos, los colores, los animales, y muchas frases hechas son parte del “arsenal” semántico que los visionarios usaron extensamente. Por decir algo: el blanco será el color de la gloria, seguramente por su clara analogía con la luz. Las fieras como el león o el oso serán imágenes de la rapacidad y altanería o crueldad de algunos reinos.
El caso de los números ha sido siempre fascinante para mucha gente, y está incluso vinculado con una pseudo-mística de origen judío, es decir, la kábala. En la Biblia misma no hay demasiada atención para los números sino sólo algunos símbolos tomados de experiencias humanas muy universales. El número 4 por ejemplo recuerda las cuatro orientaciones básicas sobre esta tierra (cuatro puntos cardinales) y por extensión alude a la tierra misma. El número 3 habla del desenlace de algo, pues toda historia tiene siempre un comienzo, un nudo y un desenlace; de ahí los creyentes pasan a ver cómo Dios es el que muestra el desenlace, y así surge la expresión común: “al tercer día,” no como una cuenta de 72 horas sino como un modo de decir que todo desenlace pertenece finalmente a Dios y sólo a Dios. Por asociación esto lleva a mirar el número 3 como un número celestial, el número en el que el Cielo se deja sentir. Si 4 es el número de la tierra y 3 el del cielo, su suma, o sea el número 7, indica la plenitud de todo, y por eso es el número de la perfección, el número que a menudo se asocia con Dios. También puede aludir simplemente a la plenitud o totalidad de algo. Encontramos en este sentido expresiones como los “siete” espíritus o ángeles que sirven ante el trono de Dios (Apocalipsis 1,4): más que un censo de un grupo peculiar de ángeles, aquí seguramente hay una alusión a todo cuanto sirve a Dios en el Cielo y está unido al caminar del pueblo de Dios.
Todo esto que he mencionado era como el universo de símbolos en que Jesús creció y en el que también aprendió a expresar de modo espontáneo y bello su mensaje. Indudablemente era más sencillo para sus primeros oyentes captar lo que él quería decir con expresiones como esta:
Cuando el espíritu inmundo sale del hombre, pasa por lugares áridos buscando descanso y no lo halla. Entonces dice: “Volveré a mi casa de donde salí”; y cuando llega, la encuentra desocupada, barrida y arreglada. Va entonces, y toma consigo otros siete espíritus más depravados que él, y entrando, moran allí; y el estado final de aquel hombre resulta peor que el primero. Así será también con esta generación perversa (Mateo 12,43-45).
Palabras como “generación” no necesariamente indican lo que hoy son para nosotros. Nosotros pensamos en una generación como un periodo de un cierto número de años en que las personas que están al frente de las instituciones son reemplazadas por sus hijos. Ese número puede estar entre 20 y 40 años, dependiendo de a quién se le haga la pregunta. Seguramente Jesús no hacía esas cuentas porque nadie pensaba en términos de relevos de poder en aquel tiempo. El sentido de que una generación de hijos sucede a la generación de sus padres existe, claro está (véase por ejemplo Deuteronomio 29,22 o Jueces 2,10), pero lo principal de la idea de generación no es eso, sino más bien algo como lo que nosotros llamamos un “estado de cosas.” Una generación es como un estado de cosas, como “lo establecido,” o lo que a veces llamamos “el sistema.” Veamos ejemplos.
En Números 32,31 leemos: “Y se encendió la ira del SEÑOR contra Israel, y los hizo vagar en el desierto por cuarenta años, hasta que fue acabada toda la generación de los que habían hecho mal ante los ojos del SEÑOR.” La idea es que la incredulidad tiene que acabarse y un nuevo sistema, una nueva generación, ya creyente, debe llegar. otro pasaje nos ayuda a ver que esa generación no alude a un periodo estrecho de 20 a 40 años: “Y la generación venidera, vuestros hijos que se levanten después de vosotros y el extranjero que venga de tierra lejana…” (Deuteronomio 29,22). En ese texto la generación venidera no es un grupo de personas, sino una posteridad, un nuevo orden que vendrá. En el Salmo 14,5 leemos que “Dios está con la generación justa.” No cabe pensar que eso alude a un único grupo humano en toda la historia humana; el sentido es más bien que hay situaciones, condiciones en las que brilla la justicia, y ahí está Dios. Otros textos en este sentido podrían ser Hechos 2,40 (“Sed salvos de esta generación perversa”), Filipenses 2,15 (“en medio de una generación perversa y torcida”) y muchos otros.
Según todo esto, una expresión apocalíptica como la de Jesús en Mateo 24, “yo os aseguro que no pasará esta generación hasta que todo esto suceda…” debe entenderse más o menos de este modo: “hemos llegado a un estado de cosas que va a colapsar estrepitosamente pero en ello se verá el juicio de Dios y que sólo Él es fiel y sale vencedor.”
Esta interpretación parece bastante coherente además con los varios niveles de “colapso” que Jesús estaba a punto de enfrentar. Está el colapso del sistema judío, artificialmente sostenido por una casta sacerdotal incrédula, egoísta, intrigante y sólo pragmática: esto traería la ruina sobre Jerusalén. Está el colapso implícito en la muerte misma de Cristo, que es el rechazo por excelencia que el mundo le hace a Dios. Y está el colapso de los reinos de este mundo, pues precisamente queda demostrado que ni la racionalidd pagana ni las pretensiones del pueblo elegido son capaces de defender a un inocente. Sin duda, todos estos colapsos, todo este derrumbarse ruge con fuerza en el corazón de Jesucristo cuando predica en el capítulo 24 de san Mateo. Su lenguaje quiere describir con imágenes impresionantes la magnitud del rechazo al Dios que es Creador y Señor de todos, pero a la vez quiere reafirmar la única certeza imbatible: hay que aferrarse a Dios.
Así también Cristo mismo se aferró a la voluntad de Dios, nuestro Padre, y así soportó el derrumbarse mismo de su cuerpo, su vida, su misión y el mundo entero. Desnudo de todo, fiel en todo, descendió a lo más profundo de la tragedia humana, que es la incoherencia de rechazar al Dios que nos ama. Cristo aceptó ser el Dios rechazado y el Dios que no rechaza; aceptó ser el Hombre que paga por rechazar y el Hombre que quiere ser acogido y abrazado. Y así, como Dios verdadero y Hombre verdadero, Cristo fue de todo desposeído y en todo enriquecido: verdaderamente murió y verdaderamente resucitó. Amén.