¿Cuál es la Palabra Impronunciable de nuestro tiempo? ¿Cuál será? ¿Una grosería de baja estofa? ¿Una blasfemia terrible? ¿Una obscenidad burda? Nada de eso; todo eso es “pronunciable” y todo eso brota por todas partes en nuestra sociedad liberal y secular.
Haz en cambio esta prueba: di en voz alta que la inteligencia del hombre es genética y neurológicamente distinta de la inteligencia de la mujer. O di que en las razas humanas hay diferencias, y que lo que es más fuerte en unas no lo es en otras. O di que no todas las llamadas “culturas” son equivalentes. O di que no da lo mismo creer en Cristo que seguir las enseñanzas de Buda o los escritos de Mahoma. Si pronuncias la palabra “diferencia,” no en el sentido liviano de “variación” sino en el sentido primero y directo de realidades que no son ni van a ser lo mismo, seguro que vas a tener problemas.
Todo ello configura a la palabra, o por lo menos el concepto de “diferencia,” como un tabú, tal vez el primer gran tabú del siglo XXI. Cosa que es paradójica porque se supone que todo en nuestra sociedad habla de “pluralismo” y de “multiculturalidad.” Estamos en un mundo que se regocija en la pluralidad pero que en el fondo quiere que las diferencias no marquen nada sustancial.
Las personas, según ese esquema, son como “sabores.” Donde mejor se cumple esa metáfora es en la vida sexual. Ser hombre o ser mujer es como estar en los extremos de un rango de sabores donde se supone que todas las posibilidades son admisibles y respetables. Se piensa que todas dan lo mismo porque ninguna en realidad tiene derecho a ser de veras diferente. El hombre que sea muy resuelto será tratado de machista y la mujer que deje ver sus emociones será tachada de sensiblera. La única alternativa es ser un “sabor;” lo máximo que se puede tener es un cierto estilo, y nada más.
Según esta lógica, los hombres deben volverse bonitos y las mujeres deben volverse competitivas. Hombres bonitos y mujeres ejecutivas son sólo el principio pues la lista es larga: el cristiano debe esconder las aristas incómodas de su fe; el musulmán no debe estorbar a nadie con su plegaria; el que esté convencido de la verdad, que se calle, porque podría ofender a los que no la comparten. La norma parece ser que cuando se habla de diferencias sólo existen los estilos y los sabores; la norma que nos quieren imponer es que toda persona es intercambiable: se acaban los sacerdotes pero no importa: la misa igual la puede celebrar una sacerdotisa, o un laico, o podemos cambiar la misa por otro rito. Todo es de enchufar y desenchufar; plug-and-play: quita el enchufe azul y pon el rosado, ya está, todo funciona igual. Si antes tuve una mujer como pareja, ahora estoy probando con un hombre; que si me canso, probaré otro sabor, quizá un travesti o una pareja de lesbianas. Es el carrusel de los sabores, como en la heladería.
No es difícil reconocer en esta lista de requerimientos uno de los rostros del relativismo denunciado por Benedicto XVI. Por mi parte, yo pido que seamos conscientes de las dimensiones de tiranía que este sistema de sabores infinitos trae, porque es pluralista sólo en la superficie pero en el fondo asfixia con una uniformidad trivial y repugnante.
Alguien dirá que exagero al hablar de tiranía. Habla a mi favor, sin embargo, la ansiedad con que la gente busca nuevas actividades y lugares de pertenencia para arrojar en ellos toda su hambre de ser verdaderamente diferentes, y no ser sólo un sabor más. A ver: ¿nadie se ha preguntado si es “normal” la clase de adhesión que generan las estrellas de cine, los equipos de fútbol, los conciertos de rock? ¿Es normal que la gente vuelque todo su fervor en actividades o personas que en su sano juicio reconoce como indignas del tiempo y dinero que les da? Yo pregunto: ¿qué clase de demonios están intentando “exorcizar” los que gritan y aclaman y pelean y se hacen herir por entrar a un estadio? Mi teoría, que otros habrán expuesto mejor, es que en esos fugaces momentos, el ritual del deporte o de la música produce por un rato la sensación de matar al nuevo tirano, ese que obliga a no ser nadie sino un sabor fugaz. El corazón reclama mucho más; exige el derecho de no tener que ser igual, y de poder ser alguien con toda el alma.
Otros fenómenos van unidos, creo yo. El tatuaje agresivo, el piercing sugerente, el peinado extravagante, la mirada siempre torva, el semblante a todas horas despectivo… ¿es ese el rostro de una generación feliz? ¿No es esa en cambio la agonía del que suspira por ser en realidad “único”? El número creciente de suicidios demuestra que algo está muerto detrás de tantas miradas muertas. Esos jóvenes que sienten que da lo mismo ser hombre o mujer, dormir con una mujer o con un hombre, hablar la lengua que sea, venir del país que sea, creer en lo que sea, esos muchachos y muchachas condenados a ser “sabores,” sienten que la vida misma no les sabe a nada. Y acaban con ella.
Habla en favor de esta teoría que tantos de esos suicidios, por vacío existencial y diagnóstico médico de depresión, van siguiendo puntualmente la geografía del tirano: en los países donde se impone el régimen del igualitarismo, allí donde ser persona es ser un consumidor de sabores y un sabor más, allí crece el número de muertes causadas por la propia mano. Tal vez es la urgencia de saber el sabor de la muerte, porque la vida fue astringente e insípida a la vez.
Lo que necesitamos entonces es un modo de predicar con confianza y sin avergonzarnos que sí somos distintos, realmente distintos, y por lo tanto no somos intercambiables. Y predicarlo de un modo que a la vez nos permita reconocer los dones propios de los demás sin pretender que un balance forzado diga que en el fondo todos podemos lograr lo mismo o influir del mismo modo. Ejemplos: tomar en serio que el niño vale y que sin embargo no podrá lo que puede el adulto. Tomar en serio que el varón es valioso pero que en muchas cosas será rebasado por la percepción, la intuición y la capacidad unificadora de la mujer. Ver y agradecer el bien que cada uno tiene sin pretender que esos bienes se contrapesen o sean equivalentes.
Mi pensamiento es que descubrir todo esto y anunciarlo es de máxima importancia para vencer el tabú de la uniformidad y el carrusel de sabores, y sobre todo para comprender y acoger el plan de Dios en nuestras vidas y en nuestra sociedad. No tiene que haber más muertes inútiles. Y nadie debe morir sin conocer el sabor del Pan que da Vida Eterna.