53.1. ¿De dónde viene mi voz? Cuando el hombre busca el Cielo de Dios, lo busca arriba de sí mismo, tal vez por esa asociación que se afianza en la infancia entre “más alto” y “más grande, fuerte y sabio.” Por eso es común y natural que se asocie el lugar de Dios con lo más alto de los aires, o con los espacios siderales que se abren como inmensos abismos más allá de la Tierra. Por eso también es natural que pienses en mí, es decir, que me imagines, como un ser más alto que tú, o como un ser que viene desde lo alto hacia ti. En la medida en que estas representaciones imaginativas no se tomen demasiado formalmente, os ayudan, porque permiten más fácilmente que vuestro corazón se una a vuestros pensamientos y palabras. Pero mi voz no viene de lo alto, en sentido estricto de palabra, ni tampoco de lo bajo, desde luego.
53.2. Otros imaginan la voz del Ángel como una palabra de consejo que se susurra al oído, algo así como lo que podría decir un escolta a su escoltado. Estos imaginarán nuestra voz como venida de “atrás,” es decir, de esa región constante del mundo que nunca veis, porque está a la espalda. Por contraste con vuestra capacidad de ver siempre sólo la mitad del mundo, Ezequiel entendió en una visión que nuestra mirada era diferente, como si lo viéramos todo a la vez (Ez 1,9.12.17; 10,11.16). En vosotros, en cambio, hay siempre una ignorancia compañera, una zona de la que puede venir un peligro avieso, y que merece ser cuidada por un “guardaespaldas.” Nada de extraño que se nos asigne una labor así, que, de nuevo, si no se extrema como imagen, algo describe de nuestra labor.
53.3. Con todo, hay otras imágenes que son preferibles, de acuerdo con lo que te enseña la Biblia. En Gén 24,7, Abraham predice a su siervo de confianza que el Ángel del Señor irá delante de él. Una promesa semejante escucha el pueblo de Israel: «He aquí que yo voy a enviar un Ángel delante de ti, para que te guarde en el camino y te conduzca al lugar que te tengo preparado» (Éx 23,20.30). Esta promesa se repite en Éx 32,34 y en Éx 33,2. En el libro de Tobías, el Ángel va al lado de Tobías (Tob 6,2).
53.4. La expresión más respetuosa de esta visita de los Ángeles de Dios la tienes en el Evangelio de Lucas: «Y entrando donde Ella, le dijo: “Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo”» (Lc 1,28). ¿Adónde entraba ese Ángel de Dios? Mira que el mismo Evangelista, en el mismo capítulo, cuenta otra visita del mismo Ángel a otra persona, a Zacarías. ¿Y qué lees allí? «Se le apareció el Ángel del Señor, de pie, a la derecha del altar del incienso» (Lc 1,11). En esto hay una enseñanza bellísima que no puedo dejar de contarte.
53.5. Tú puedes observar, por lo pronto, que sólo en este acontecimiento particular, cuando Gabriel fue enviado a la Santa Virgen, se describe la presencia “real” de un Ángel con un verbo tan extraño: “entrando” (Lc 1,28). Alguien te va a decir que en esto no hay particularidad alguna, pues el texto anterior dice: «Al sexto mes fue enviado por Dios el Ángel Gabriel a una ciudad de Galilea, llamada Nazaret, a una virgen desposada con un hombre llamado José, de la casa de David; el nombre de la virgen era María» (Lc 1,26-27). De aquí deducirán que “entrando” significa “entrando en la casa” o incluso “entrando en la ciudad de Nazaret,” pero la ciudad es demasiado grande, y la única casa que allí se menciona es la casa de David.
53.6. Yo te diré qué significa ese término distintivo de esta visita singular. La palabra del Ángel no acontece aquí como en el resto de la Escritura “afuera” de María, sino “adentro” de Ella, en su ámbito y espacio. Mira con qué “distancia” le habla el Ángel y trata a Agar (Gén 16,7-8), a Abraham (Gén 22,11), a Moisés (Éx 3,2), a Balaam (Núm 22,31), a Gedeón (Jue 6,12.20-21), a la madre de Sansón (Jue 13,3.9-11), a David (2 Sam 24,17; 1 Cró 21,16), incluso a Elías (1 Re 19,5.7), a Tobías (5,17.22; 12,21), a Israel entero (Sal 34,8; Bar 6,6), a los jóvenes en el horno (Dan 3,49), a Daniel (Dan 6,23), a Zacarías profeta (Zac 1,9; 2,2.7; 4,1.4.5; 5,2.5.10), al mismo José, esposo de María (Mt 1,20; 2,13.19), a Zacarías, padre de Juan Bautista (Lc 1,11.19), a los pastores (Lc 2,9), a las piadosas mujeres que buscan el cuerpo de Jesús (Mt 28,5), a los discípulos liberados de la prisión (Hch 5,19), a Felipe el diácono (Hch 8,26), también a Cornelio (Hch 10,3-4), y al apóstol Pedro (Hch 12,7). Otro tanto te cuenta en muchos lugares el Apocalipsis.
53.7. Aquel Ángel, Gabriel, tan amado del Dios Altísimo, “entró” donde Ella. El único texto inspirado que se aproxima a este lenguaje es el de la visita a Cornelio, el cual «vio claramente en visión, hacia la hora nona del día, que el Ángel de Dios entraba donde él y le decía: “Cornelio;” él le miró fijamente y lleno de espanto dijo: “¿Qué pasa, señor?” Le respondió: “Tus oraciones y tus limosnas han subido como memorial ante la presencia de Dios”» (Hch 10,3-4). La construcción es semejante; pero observa la diferencia: el mismo Lucas anota el carácter de “visión” de lo que percibió Cornelio, mientras que en el caso de María simplemente cuenta que el Ángel fue enviado y entró donde Ella. Por decírtelo de otro modo: no hay en el pasaje de Gabriel la especificación de una diferencia de espacio entre el ámbito del Ángel y el de tu Amable Reina. Esto no dejó de notarlo Tomás de Aquino, cuando meditó largamente sobre el género de visita que había recibido la Virgen.
53.8. De todo esto puedes comprender con qué cercanía quiere Dios que vosotros y nosotros nos tratemos, en el amor y la luz que vienen de Él. Yo no he podido hablarte como yo quisiera, ni tú me hablas como te gustaría. Destruidas todas las barreras, sería precioso que pudiera yo hablarte como Gabriel a María, “entrando” en todo tu ambiente y regalándote toda la fragancia de adoración en que vivo. Dime que tú también lo deseas, y así apresuramos ese día. Dios te ama; su amor es eterno.