44.1. En el Nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo.
44.2. Aquella oración que hizo Salomón, y que fue tan grata a Dios, es la plegaria que más te conviene en este momento: «Concede a tu siervo un corazón que entienda para juzgar a tu pueblo, para discernir entre el bien y el mal, pues ¿quién será capaz de juzgar a este pueblo tuyo tan grande?» (1 Re 3,9).
44.3. Sabes bien que Dios oyó con agrado esta súplica, que era sabia en pedir sabiduría (1 Re 3,12; 5,9; 10,24). Y sabes también que allí donde empezaron las bendiciones para Salomón, es decir, en el corazón, allí también empezaron sus desgracias (1 Re 11,4), cosa que fue origen del enojo de Dios y de la ruina del pueblo que tan sabiamente había sido regido (1 Re 11,9-11).
44.4. Recuerdas también la amarga comprobación de Jeremías: «El corazón es lo más retorcido; no tiene arreglo: ¿quién lo conoce?» (Jer 17,9); y sin embargo, es allí donde empieza toda sincera conversión, como predicó Samuel: «Si os volvéis a Yahveh con todo vuestro corazón, quitad de en medio de vosotros los dioses extranjeros y las Astartés, fijad vuestro corazón en Yahveh y servidle a él solo y entonces él os librará de la mano de los filisteos» (1 Sam 7,3).
44.5. En tono diferente, lleno de ternura y mansedumbre, te amonesta así el libro de Tobías: «Si os volvéis a él de todo corazón y con toda el alma, para obrar en verdad en su presencia, se volverá a vosotros sin esconder su faz. Mirad lo que ha hecho con vosotros y confesadle en alta voz. Bendecid al Señor de justicia y exaltad al Rey de los siglos. Yo le confieso en el país del destierro, y publico su fuerza y su grandeza a gentes pecadoras. ¡Volved, pecadores! Practicad la justicia en su presencia. ¡Quién sabe si os amará y os tendrá misericordia!» (Tob 13,6).
44.6. Niño, hermano, amigo: custodia tu corazón en la fidelidad del amor a Dios. Haz que reine su sabiduría en él; haz que habite su paz en él; que en él se escuchen los cánticos de la alabanza, las súplicas de misericordia y la intercesión continua por el pueblo “grande” que ya entrevió Salomón (1 Re 3,9; 2 Cro 1,10).
44.7. No has de pensar que esta “grandeza” se refería a la extensión geográfica o al número de ciudadanos. Ya desde las primeras promesas anunció Dios un pueblo “grande” (Gén 18,18) que tuvo su germen en José, el hijo de Jacob (Jos 17,17); mas después Nuestro Señor Jesucristo habló de otro tenor: «No temas, pequeño rebaño, porque a vuestro Padre le ha parecido bien daros a vosotros el Reino» (Lc 12,32). Es un pueblo grande, con la grandeza de Dios, y humilde, con la humildad de su Cristo. Y así ha de ser tu corazón cuando contemple a este pueblo: dilatado por el amor y modesto por la mansedumbre. No temas a la grandeza, si es grandeza de piedad y caridad; no confíes en la pequeñez, si está ayuna de compasión y afecto sincero.
44.8. Modela tu corazón en el mío; sé tú como una presencia en la tierra de mi amor por Dios, y yo seré como una voz en el cielo de tu amor y tu necesidad de Dios. Trata a tus hermanos al modo de los Ángeles, y yo me encargaré de que los Ángeles te traten como hermano. Mira al Cielo como tu Casa, y yo haré de tu casa un cielo. Piensa cómo hablaría mi corazón al prójimo que se te acerca, y yo seré tu prójimo y hablaré a tu corazón. Abraza en tu silencio mis palabras y yo cuidaré con mis palabras tu silencio.
44.9. ¿Por qué no somos más amigos? ¿Por qué vacilas, por qué tardas, por qué pierdes tantas oportunidades y desperdicias tantas gracias? Dame trato de extraño y yo sólo podré ser tu compañero; dame trato de compañero, y ya podré ser tu maestro; dame trato de maestro, y lograré ser tu amigo; dame trato de amigo, y podré fundir mi amor con el tuyo en el amor de nuestro Dios. ¡Aleluya!
44.10. Deja que te invite a la alegría. Dios te ama; su amor es eterno.