Pienso que la incoherencia es algo demasiado común en la raza humana y que–lamentablemente–no es la herencia ni el sello propio de un determinado grupo de personas, sean o no creyentes. La incoherencia tiene que ver con la fragilidad, a veces; con la conveniencia, a veces; con la ignorancia, otras veces más. nuestros ideales se desconectan de nuestras obras y nos volvemos incoherentes por muchas causas, y me atrevo a pensar que no está en nuestro poder eliminarlas absolutamente todas.
Si miramos las civilizaciones de otros tiempos o lugares, en todas encontraremos que hay algún núcleo de valores, ideales o modelos de vida que marcan eso que se llama el “deber ser.” Incluso los pensadores que han batallado contra la idea de que haya un “deber ser” para el ser humano, es decir, pensadores como Nietzsche o Sartre, han tenido que limitarse a proponer algo así como esto: que el ser humano “no debería” prestar atención a las voces que le dicen que “debería” ser de alguna u otra manera. Es patente la contradicción que esto implica.
Así que no tenemos remedio: en cuanto humanos, necesitamos un “deber ser.”
Pero tampoco tenemos remedio en quedarnos cortos frente a ese deber ser. Repasemos el sistema judicial romano y encontraremos maravillas del pensamiento y la sensatez. ¿Fue esa la marca permanente, el sello característico de los emperadores o del senado? No, ciertamente. Saltemos a la península griega. ¡Cuánta sabiduría, cuánta profundidad en aquellos filósofos! Y sin embargo, el gran Aristóteles apoyó irrestrictamente la esclavitud, y el grande y sutil Platón consideraba que era más perfecta una relación homosexual porque es más perfecto que un hombre ame a lo que es “más perfecto.” De nuevo: la inconsecuencia y la incoherencia no respetan barreras de raza, lengua o coeficiente intelectual.
Si la incoherencia es algo tan común, una especie de plaga que a todos nos afecta, por lo menos en ciertas situaciones o periodos de la vida, es evidente que uno no puede definir los propios valores o las opciones fundamentales sólo en guerra contra las contradicciones. Si la agresividad de muchos musulmanes me va a hacer hinduísta o el egoísmo típico de tantos ateos me me mueve a volverme budista, ya podré pasarme el resto de la vida rebotando entre grupos de pensadores, y navegando, cada vez más desengañado, las aguas de todas las filosofías, religiones y disciplinas espirituales.
Lo que pretendo decir es que uno no encuentra lo que quiere ser solamente rechazando lo que no quiere ser.
De hecho, a mí no extraña el barro de los seres humanos. Me admira, en cambio, que en ese barro y con ese barro puedan suceder cosas extraordinarias, incluso sublimes.
Yo no soy creyente porque nací creyente, ni porque mis padres lo fueron o lo son ahora. En cuarenta años de vida he visto más lodo dentro de la Iglesia Católica del que mucha gente podrá ver en toda su vida. Puede clasificárseme de muchas maneras, pero creo que ya nadie puede llamarme ingenuo en lo que tiene que ver con las llagas y las miasmas de la Iglesia. Ciertamente yo no soy creyente por esas heridas sino a pesar de ellas. Además, no se me olvida que yo tengo mi propia porción de miseria, con la que tengo que luchar, como todo el mundo.
Podría contar mil historias sobre cómo me llena de alegría y de una gratitud infinita el hecho de poder creer en Dios, y le hecho de pronunciar el nombre dulcísimo de Jesucristo. Por ahora, en cambio, sólo quiero decir algo: si alguien va por un camino y se cansa y se sienta al borde. Yo puedo aprender más de ese camino que de ese borde. Lo importante no es adónde se detuvo sino hacia dónde iba esa persona. Cada error, cada incoherencia que cometemos, puede romper nuestra caminata pero no romperá el camino. Y cuando pienso adónde me conduce la fe, incluso si lo pienso sólo para esta tierra, sólo puede sentir agradecimiento, humilde agradecimiento.