36.1. En el Nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo.
36.2. Hoy quiero meditar contigo sobre la presencia de Cristo en el desierto. Ante todo has de saber que el desierto no fue un accidente o una circunstancia temporal en la vida de Nuestro Señor. Desierto de amor rodeó su nacimiento, desierto de acogida sus palabras, desierto de gratitud su ministerio, desierta de vuestra compasión tuvo que alzarse su Cruz.
36.3. Lees en el Evangelio que Nuestro Señor fue “empujado” al desierto por el Espíritu Santo (Mc 1,12; cf. Mt 4,1). Ya antes había sido “empujado” a esta vida humana, la vida tuya, por el mismo Espíritu Santo (Mt 1,18.20; Lc 1,35). Es importante que notes esta obra particular del Espíritu, porque es fácil atribuir al Espíritu Santo aquellas obras que a corto plazo producen alegría y deleite. No es tan fácil, en cambio, reconocer su divina obra cuando se experimenta dolor, soledad, privación o amargura; pero el testimonio de la Escritura es claro: a ese desierto que fue su vida, y a ese retiro de desierto que le preparó para el ministerio, Cristo fue “conducido” e incluso “empujado” por el Espíritu Santo.
36.4. El desierto es el lugar de la vida tenue y de la muerte próxima. El desierto es la imagen espacial de la frontera con la nada. Por eso el desierto es lugar privilegiado para experimentar la providencia. El desierto, por decírtelo de algún modo, quita de tu vista las “causas segundas,” elimina las apariencias y te obliga a descubrir la “Causa Primera” y la realidad misma de las cosas y de ti.
36.5. El cuerpo de Nuestro Señor es un desierto. Mírale; mírale atentamente, en toda la extensión de su desnudez crucificada. Le falta el abrigo; le falta el abrazo. No tiene compañía; carece de alimento y padece sed. Se han ausentado las caricias, reemplazadas por azotes, y en vez de besos, le cubren salivazos. Extrañas flores, que son sus llagas, son la única belleza de este desierto; y por manantiales has de tener los incontables riachuelos de su Sangre preciosa. Como todos los desiertos, está coronado de espinas; el viento le sacude gritando por doquier amor, y publicando la Alianza Nueva y Eterna.
36.6. Al igual que en los desiertos, aquí tienes extremos de calor y de frío. El Sol de su amor no se oculta, y ya le tiene tostado; el frío del mundo no le falta, y por eso la noche le rodea y envuelve, solemne y majestuosa. Así como en aquel primer desierto de su vida pública, aquí también aúlla Satán (Mt 4,1); y como en aquel yermo primero, Ángeles Santos le sirven con una adoración sin límites (Mc 1,13).
36.7. El alma de Cristo es un desierto. Sólo le cruzan, como relámpagos, plegarias luminosas que brotan del corazón del Dios-Hombre. En la hora de la Cruz no hay una sola explicación que aclare, no hay un afecto que amortigüe, no hay un recuerdo que consuele, y toda esperanza parece derrumbarse. Los pensamientos y amores han huido, como los amigos, y el alma de Jesús es una estepa de preguntas y dolores.
36.8. Como en el desierto, sus ojos no tienen adónde mirar; sus oídos nada escuchan sino el grito altanero de la nada, vomitado por boca de sus verdugos; todo el perfume de este sitio es sangre y sudor; y ya a punto de dormirse en la muerte, no cuenta con una sola cobija. Sus palabras, como angustiados trashumantes de un desierto, salen de su boca sin tener dónde llegar; porque «vino a los suyos, y los suyos no le recibieron» (Jn 1,11).
36.9. Mira cómo envía desde su pecho palomas de cariño que no pueden posarse, porque, como en el diluvio, las aguas del odio anegan la Tierra (cf. Gén 8,8-9). Cuenta, si puedes, las veces en que reanuda su oración, y lanza, ya no palabras, sino miradas de piedad al Cielo de su Padre, rogando compasión para vosotros y vuestros hijos (Mt 27,25). Una cascada de ternura brota de su frente malherida y lava su rostro y su cuerpo todo, figurando así la obra de su redención en toda la Iglesia. Esta cascada, abundante hasta rebosar la Tierra entera, es tanto más admirable que la de Moisés (cf. Ex 17,1-7), cuanto más dura es la roca de impiedad en que ha podido brotar y cuanto más profunda es la sed que puede saciar.
36.10. No pidas a Cristo otro camino que no sea el del desierto. Comprende, mi niño, que lo que quedó atado y fue perdido en un jardín de delicias (Gén 2,8-9), tiene que ser desatado y recuperado en lo que es opuesto a un jardín, y que se llama desierto.
36.11. Pero ningún desierto como el de Cristo. Ninguna soledad como la suya, ningún tormento como el suyo, ninguna sed como la suya, ningún vacío como el suyo. Tú tienes y tendrás desiertos, pero ninguno como el suyo. Tu desierto no está vacío, porque en tu vacío está Jesús, y, ¿sabes?, me ha dado permiso para que yo también esté.
36.12. ¡Dios te ama; su amor es eterno!