Bogotá, 12 de octubre de 2002
Querido Padre Provincial, amados hermanos en el sacerdocio y en la vocación dominicana:
Se ha dicho que en Dios no existen casualidades ni coincidencias. Esta noche podríamos hacer nuestra esa sentencia, pues es la Virgen, Nuestra Señora, en su advocación del Pilar, quien hoy saluda desde el cielo a este grupo de Vírgenes Seglares Dominicas. Es Ella quien, como Maestra, Madre y Amiga, alienta con su oración y orienta con su ejemplo este bendito camino que, por la misericordia de Dios, ya parece dar un primer paso en firme para su consolidación futura.
En efecto, hace apenas dos semanas, el 28 de septiembre pasado, mientras todos nos uníamos en la gozosa espera del Día de los Arcángeles, el Consejo de la Provincia de San Luis Bertrán tuvo a bien darnos su apoyo y su guía aprobando los Estatutos de esta Asociación. Es la palabra de Santo Domingo, es su espíritu y su amor de padre quienes se han dejado escuchar en el mensaje que nos ha dado el Consejo de Provincia. En su carta de aprobación nos han dicho que esta es una “iniciativa eclesial que abre sus puertas a tantas personas para que, de modo particular, puedan vivir y testimoniar su fe en el Señor”.
Quiero compartir con ustedes una reflexión sobre esas palabras, en las que siento el abrazo firme y afectuoso de Nuestro Padre Domingo.
Se trata de una iniciativa eclesial. No trabajamos en vano, ni mucho menos para nosotros mismos. La Iglesia, objeto del amor de Cristo, nos mueve y nos conmueve. De ella lo recibimos todo en el orden de la gracia y hacia ella tienden los anhelos más generosos de las grandes santos. Bien puede decirse que la madurez de un alma se mide por el género de su relación con la Iglesia. Ya sabemos, ciertamente, cuál fue el estribillo de amor que llenó los días últimos de aquella virgen seglar dominica que a todos nos inspira: “Si muero, muero de amor por la Iglesia”. Así expresaba Catalina de Siena el único fuego que colmaba su alma enamorada: morir de amor por la Iglesia. Si lo pensamos, es perfectamente lógico en una esposa de Cristo: ¿es que es posible amar a Cristo y no amar su amor, que es la Iglesia?
Esta iniciativa abre sus puertas. Martha Gaitán tuvo una visión que dio origen a nuestro himno: una casa, lóbrega y opaca, que se va llenando de vida, de color y de perfume, a medida que florecen rosas, jazmines y todo género de plantas bellas a su alrededor y por dentro de ella. A esa casa, que es este camino, cantamos cada vez que las notas del Himno de Vírgenes resuenan. Y el Consejo de Provincia nos está diciendo que la puerta está abierta, que Domingo quiere que esa puerta esté abierta, y quiere que la vida renazca y que el perfume de una vida entregada a Dios limpie con su aroma los rastros fétidos de la soledad, la impureza y el pecado. En realidad, a nadie, tanto como a una virgen seglar, se le puede decir que es el olor de Cristo (cf. 2 Cor 2,15).
La Casa abre sus puertas porque hay alguien adentro. Alguien que nunca abandonó la Casa. Prácticamente desde los tiempos de Rosa de Lima, o poco más, no se oía de virginidad seglar, ni entre nosotros ni en la Iglesia misma. Mas alguien quedó adentro. Alguien que nos esperó cuidando este don y aguardando la hora de verlo florecer de nuevo. Yo pienso que era Jesús. La virginidad de Jesús es el misterio que nos llama a ser vírgenes, y a descubrir, más allá de nuestras fuerzas o virtudes personales, que Dios merece ser amado de un modo total, y que desde ese amor, es imposible dejar de sentir urgencia por la llegada del Reino.
Cristo nos cuidó la Casa. Se habla y se hablaba mucho de la pobreza, de la elocuencia, de la generosa donación de Cristo. Se hablaba y se habla poco del misterio de su amor virginal. Pero ese amor, oculto tras los matorrales de una Casa abandonada, mantuvo un candil encendido, y ese candil, humilde pero indoblegable, guió a Martha, y luego a Alejandra, a Ana Teresa, y luego a muchas otras hermanas para que empujaron los goznes desvencijados y abrieran de nuevo las puertas. Por eso, según expresión del Consejo de Provincia, ahora las puertas “están abiertas”.
La carta del Consejo llama a éste un modo particular. Eso es cierto. No somos el camino sino un camino. Cristo dijo: “No todos entienden este lenguaje” (Mt 19,11). Hemos comprobado, a precio de soportar burlas, que es así. En la propia familia, en el ámbito parroquial, entre frailes y hermanas, incluso, hemos tenido que decirnos con humilde realismo: “no todos entienden este lenguaje”.
Sin embargo, si somos honestos, hay también una parte nuestra de responsabilidad en ello. El lenguaje a veces “no se entiende” porque somos vocablos confusos o ambiguos. Así que no porque hoy estemos de fiesta vamos a pensar que somos más de lo que somos. Nuestras incoherencias y vacilaciones, nuestra falta de espíritu de oración y de unidad, nuestro compromiso intermitente y acomodado son algunas de las llagas que ya asoman, aunque apenas estamos naciendo. Esta hora no puede ser ocasión para triunfalismos infantiles.
De hecho, acontecimientos dolorosos marcan con su espina esta misma reunión. Para mañana teníamos un encuentro vocacional, pero nuestra promotora ha pedido dispensa para retirarse del camino, a lo menos por un tiempo. Es la segunda petición grave de dispensa que recibo en menos de un mes. Así que no caben los cantos de triunfo, sino la oración de intercesión y la sola alabanza de la misericordia divina, que es inagotable. Porque no es el momento para iniciar juicios de responsabilidad personal o colectiva, sino el de volvernos hacia Dios con corazón humilde y contrito y decirle: “este don es más grande que nosotros; ¡ayúdanos, Señor!”.
Debe quedarnos claro que, ni como personas ni como hombres y mujeres llamados por Cristo, somos mejores que los que se han retirado. Pero su acción, que nos duele, también nos cuestiona. La pregunta de Dios a Caín penetra el alma: “¿Dónde está tu hermano?” (Gén 4,9). Estamos entendiendo, a precio de vidas y vocaciones, que necesitamos estar muy unidos si queremos avanzar hasta la meta. Nadie está a salvo, pues San Pablo nos advierte: “el que crea estar en pie, mire no caiga” (1 Cor 10,12). Y para estar “muy unidos” necesitamos aprender y practicar una montaña de cosas bellas que brotan del Evangelio: humildad, alegría, acogida, amor mutuo. Eso de parte del grupo, pero también cada una tiene que cuidar su tesoro, no sólo resguardándose de pecado sino abriendo con resolución las puertas a la gracia. Si tienes un problema y no lo hablas a tiempo o no lo hablas con quien puede de veras ayudarte, obras como enemiga de ti misma. Así que, para que este “camino particular” florezca todos necesitamos aprender sencillez y caridad para con los demás, pero también: todos necesitamos aprender sencillez y sinceridad para abrirnos a pedir ayuda.
La carta del Consejo nos habla finalmente del propósito sobrenatural del camino virginal: que puedan vivir y testimoniar su fe. Luigi Giusani, fundador del movimiento Comunión y Liberación en el que también hay unos seglares consagrados, redactó una preciosa obra: ¿Se puede vivir así? Es una meditación o conversación sobre las implicaciones de ser un consagrado. El título es perfecto: ¿Se puede vivir así? El mundo, el demonio y nuestra carne nos hacen a su modo esa pregunta, y saben repetirla en los lugares y ocasiones más inoportunos: “¿podrás vivir así?” Hemos leído que la tentación más dura para Santa Catalina tal vez no fue la impureza, ni el orgullo ni la vanidad, sino la pregunta que le hizo el demonio un día, el día en que la vio más desanimada y agotada: “¿crees que resistirás así, año tras año, hasta la muerte?” La pobre virgen sintió hielo en su alma y tuvo que hacer un acopio inmenso de fe para rezar también ese día y alabar a Dios también ese día…
La vida virginal, como toda vida cristiana, pero quizá de un modo más intenso y más exigido, se alimenta de la fe. Recuerdo que, siendo yo novicio, mi hermano Carlos fue a visitarme al Noviciado acompañado por la que hoy es su esposa, Myriam. Y me decía mi hermano: “yo puedo ver a quien amo y por quién entrego mi vida; lo tuyo es todo… invisible”. Hoy tengo que admitir que mi hermano tenía razón. Bueno, hay momentos en que Dios está “tan cerca que hasta lo puedo tocar”, como dice la canción, pero son muchas otras las ocasiones en que lo mejor que uno puede hacer es acogerse a la última bienaventuranza que nos regaló Cristo: “dichosos los que sin ver creyeron” (Jn 20,29).
Eso se parece a lo que dijo santo Tomás referido a la Eucaristía: “Et si sensus deficit, /Ad firmandum cor sincerum /Sola fides sufficit”: “para dar firmeza al corazón, si los sentidos no alcanzan, basta la sola fe”. Hoy se unen, hoy se abrazan esos dos misterios, que son uno solo en la carne de Cristo: el misterio del don virginal y el misterio del don eucarístico. La carne de Cristo, recibida en la fe, viene a sanar, bendecir y robustecer nuestro ser entero, a Él ofrecido por la fe y en fe.
Unámonos, pues, en acción de gracias. No somos dignos de tanta misericordia. Pero no nos preocupa no merecerla; preocupante sería creer que la merecemos. Venga, Señor Jesucristo, tu piedad sobre nosotros. Venga tu amor a convencernos y tu gracia a transformarnos, de modo que en todo busquemos lo que te agrada, según el modelo precioso del ritual de consagración de las Vírgenes Seglares Dominicas: “que llevemos una vida digna de alabanza, sin pretender alabanzas”.
Jesús Santo, Jesús Amado, Jesús Esposo: recibe nuestro amor y hazlo digno de ti. Amén.
Fr. Nelson Medina F., O.P.