34.1. En el Nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo.
34.2. No es misterio que el ser humano, frágil e ignorante, herido por sus culpas y abrumado por los pecados de sus antepasados y congéneres, sienta una confusa atracción por las más diversas creaturas, y que por ello llegue alguna vez a preferir lo menos valioso y a desechar lo de mayor precio y provecho. Digo que “no es misterio” porque Jesucristo, si lo notas bien, nunca trata al pecado como a un enigma, sino como una realidad que está ahí sobre todo para ser sanada, no tanto para ser esclarecida en su raíz última. Así por ejemplo, cuando sus discípulos van a empezar los análisis, en el caso del ciego de nacimiento (Jn 9,2), Él corta toda discusión con su sentencia admirable: «…es para que se manifiesten en él las obras de Dios.» Ellos preguntaban por qué el pecado, y Cristo les respondió para qué.
34.3. Preguntar por qué el pecado es como preguntar por qué existen lugares vacíos. El “vacío,” la “nada” no tiene explicación, porque explicar es relacionar un ser con el hecho de ser. Por la misma razón, el pecado, sea de Ángeles o de hombres, no tiene una última explicación, aunque es cierto que puede relacionarse hasta un cierto punto con los bienes parciales que pretende el que peca.
34.4. Cristo no hace un estudio de esas relaciones con los bienes parciales sino que manifiesta el Bien por excelencia, es decir, la comunión con Dios su Padre. Su respuesta al mal no consiste en bucear en el mal, como si se pudiera llegar a un fondo racional último en él, sino en presentar aquel Bien que, incompleta y fragmentariamente pretendido por el pecador, contiene todo lo que de verdadero y racional tenía aquel mal.
34.5. Y en esto sí que hay un misterio sobrecogedor y maravilloso por encima de toda medida. Observa que Cristo asume en obediencia a su Padre la ingente misión de manifestar el Bien pleno, el Bien absoluto, que no es otro sino Dios mismo. Trata de meditar por tu cuenta, antes de que yo te lo diga, qué significa y de qué tamaño es esta misión y cuántas restricciones la hacían singularísimamente ardua.
34.6. En efecto, el hombre no llama “bien” a lo que es bueno en sí sino a lo que de algún modo posee. El hombre necesitaba poseer el bien que ni merecía, ni entendía, ni valoraba. Necesitaba cosas más grandes que él, pues sólo a estas admira, pero también menores que él, porque sólo a estas puede poseer. La sorprendente respuesta de Cristo se resume en una palabra: anonadamiento.
34.7. Dicho brevemente: Dios infinito se hace presente, sin dejar de ser Dios, cuando una creatura finita se despoja infinitamente de su ser finito. Cristo manifestó el infinito en su manera de desprenderse de todo su ser finito, y Cristo pudo ser infinitamente acogido en la indigencia de su ser vacío de sí. Su despojarse, entendido como sustantivo, lo une a todas las privaciones y temores de la vida humana, pero al mismo tiempo y con igual fuerza, su despojarse, entendido como verbo, precisamente lo une —ante la mirada fascinada de los Ángeles y los ojos estupefactos de los hombres— a aquellos actos inconmensurables y exclusivos de la Divinidad. Estar completamente despojado es lo más humano que existe; despojarse completamente es lo más divino que puede darse.
34.8. De este modo, la humanidad de Cristo es al mismo tiempo el hecho que lo une a vosotros —¡mira qué honor!— y la acción que lo manifiesta unido a Dios Padre. Ciertamente esta humanidad no es sólo un hecho sino también una acción: acción creadora de Dios Padre y acción de la voluntad incólume del Hijo Encarnado. Así resultó que la humanidad del Verbo no transformó al Verbo sino a la humanidad, a vuestra humanidad.
34.9. De aquí puedes entender el valor que tienen para Cristo los pobres y los pequeños. Ellos, con su humanidad tenue y exigua, revelan mejor que nadie el aspecto de acción que tiene la humanidad asumida por Jesucristo. Los poderosos muestran el hecho de ser humanos; los desvalidos muestran la acción de humanizar y su radical dependencia con el designio primero y maravilloso de Dios Padre.
34.10. Por esto, cuando Cristo enseñó que «en verdad os digo que cuanto hicisteis a unos de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis» (Mt 25,40), no estaba simplemente mostrando un sentimiento suyo, algo que Él tuviera adentro, sino adentro de qué designio estaba y está Él mismo en medio de sus hermanos los hombres. No es una asociación por vía de afecto, sino un lazo que une el misterio de los pobres con el misterio de la obediencia al Padre, de la realidad del mundo y de la salvación de los hombres.
34.11. ¿Recuerdas que Nuestro Señor dijo: «Pobres tendréis siempre con vosotros, pero a mí no me tendréis siempre» (Mt 26,11)? ¿Crees que esta afirmación aludía solamente a los malestares económicos de todos los tiempos? ¿Es ella un manifiesto de pesimismo ante la dureza del corazón humano? No. Es la relación que hay entre el designio divino sobre la Historia, con toda su justicia, y el designio divino que le dio centro y cabeza a esa Historia, en el misterio sublime de la Encarnación del Verbo, con toda su misericordia.
34.12. Medita, hermano y amigo, estos misterios en los que hay vida abundante.
34.13. Dios te ama; ya ves que su amor es eterno.