33.1. Hay dolores que no puedo evitarte. He escuchado que te quejas ante ti mismo —temes hacerlo ante mí— y te preguntas cómo es que se ha dicho que los Ángeles Custodios somos “dulce compañía,” si tantas veces te sientes simple y llanamente solo. Yo quiero responder a esa inquietud que te perturba.
33.2. Has de saber ante todo, te repito, que hay dolores que no puedo ni debo evitarte, precisamente porque son para tu bien. Si Dios quiere asemejarte a su Hijo, ¿quién soy yo para impedirlo? Nada de lo que te sucede, ni bueno ni malo, es ajeno al querer de Dios. Nuestro Señor lo dijo claramente: «Hasta los cabellos de vuestra cabeza están todos contados» (Mt 10,30). A ti no te va suceder nada, absolutamente nada, ni externo ni interno, ni grande ni pequeño, que no sea expresamente querido por Dios en vista de tu bienaventuranza eterna.
33.3. Un problema diferente es si tú estás dispuesto a recibir así cada cosa como querida por Él. Y otro problema, bien distinto, es si esta “aceptación” implica, como algunos piensan, hacer inactiva al alma, y por eso mismo cómplice con el orden o desorden de los hechos con que el mundo parece disponer de ella. Hoy no te quiero hablar de estos dos problemas, sino de la realidad del designio divino sobre ti y de la obediencia que debes a ese designio.
33.4. Y además, ¿cómo piensas tú compartir la herencia de Cristo sin compartir la suerte de Cristo? Dios te permite gustar —aunque siempre en una proporción que es muy reducida y que tiene más bien carácter de símbolo y memorial— algo del conjunto sorprendente de realidades que acontecieron por una vez y para siempre en la vida terrena de su propio Hijo.
33.5. Desde luego, no es que Dios, que es el Dios de las misericordias y Dios de toda gracia, te esté “vendiendo” tu salvación, ni que tú la estés “comprando” con tus dolores, contradicciones o sentimientos desagradables. El solo suponer esto es herético y blasfemo. Más bien lo que acontece es algo hermoso, que quiero que conozcas para que te enamores de la Cruz y puedas predicarla con mayor ardor.
33.6. Cuando Dios aplica a tu corazón los méritos infinitos de la muerte de su amadísimo Hijo, lo cual sucede «por gracia y mediante la fe,” como bien enseñó Pablo (cf. Ef 2,8), tú eres salvo. En esto no interviene propiamente tu voluntad, a no ser en cuanto remueve los obstáculos que ella misma había puesto.
33.7. Por decirlo de algún modo, esta obra primera de la gracia se parece al momento en que un bote salvavidas llega adonde estaba un pobre náufrago, ya medio muerto. Este náufrago no puede hacer nada por sí mismo, y por eso es subido a esa barca como si se tratara de un fardo o de un bulto de carga. Es lo más maravilloso que podía pasarle, porque su único destino era morir, pero en ese acto él, aunque “rescatado,” no ha sido plenamente “restaurado.” Sólo cuando vuelve a la playa, arroja el agua que había tragado, logra respirar normalmente y toma algún alimento empieza a comportarse ya no como un fardo, sino como una persona que pregunta, habla, llora, agradece y reza. En todos estos otros actos sí que interviene su voluntad, si bien es siempre cierto que ninguno de ellos se hubiera podido dar si no lo hubieran sacado como un fardo del agua.
33.8. Así sucede en el orden espiritual. Dios te salva por gracia, obrando contigo como el que transporta una cosa inerte o muerta. Pero una vez salvo, quiere hablarte, quiere no sólo salvarte sino restaurarte en la plenitud de belleza que Él y sólo Él conoce, pues Dios no te creó con ayuda de nadie. El acto creador en sí mismo es absolutamente propio de la soberanía de Dios.
33.9. Y su lenguaje contigo se llama “Cristo”: Él es la Palabra suprema y definitiva, la Palabra suficiente y perfecta. Ahora bien, Dios posee esta Palabra; no es Él quien tiene que aprenderla, sino tú. Y por eso es preciso que se den en ti situaciones análogas a las de la vida terrena de Cristo-Palabra, situaciones en las que, si te vuelves a Dios y le clamas su Espíritu, tú serás configurado estrechamente con el amor interior que movió a Jesucristo, en mayor o menor grado, según el amor con que ruegues esta gracia, y el amor con que aceptes toda disposición divina.
33.10. Pablo te habló de un conocimiento de Cristo «según la carne» (2 Cor 5,16) sugiriendo ya con ello que hay otro conocimiento, aquel que sí es deseable, y que consiste en «tener los mismos sentimientos de Cristo» (cf. Rom 15,5; Flp 2,5), para lo cual es necesario que tu carne se haga conforme a la de Él —pues no fue vana ni aparente su Encarnación—, y que tú clames voluntariamente al Espíritu Santo que te haga semejante a tu Divino Maestro.
33.11. Amigo y amado mío, ¿cómo voy yo a interferir en el maravilloso proceso que te hace semejante al amor que colma de júbilo mi ser? Hay dolores que no debo evitarte, porque te amo.
33.12. Deja que te invite a la alegría. ¡Si supieras cuánto te ama Dios! Y su amor es eterno.