32.1. En el Nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo.
32.2. Una cosa que no te hace bien es pasar tan rápidamente por encima de las palabras. No se necesitan muchas palabras para alcanzar la salvación, pues sólo hay un Nombre por el que puedes ser salvo (cf. Hch 4,12). Pero ese Nombre ha de ser invocado y pronunciado, no atropellado entre tu garganta y tus labios. Ni se necesitan muchos pensamientos para alcanzar la salvación, pues no es lo que tú pienses, sino Aquél en quien piensas lo que puede salvarte.
32.3. Acostúmbrate, pues, a la palabra madurada y meditada. Cada palabra es el resumen de una historia; cada palabra es vida condensada; cada palabra es una puerta. En los tiempos en que vives corren ríos de palabras y mensajes de todo género. Pasa con este alud de palabras lo mismo que pasa con la lluvia o con la nieve. Si miras en el microscopio una gota de lluvia o un copo de nieve, descubres gran belleza y como un pequeño mundo. Pero cuando ves caer las gotas por miles y miles, tu atención queda paralizada y entonces la mucha abundancia te hace pobre.
32.4. Así sucede con el mundo de hoy. Sois pobres de conocimiento en una riada incontenible de información. Detente a orillas de ese río, y pide de Dios la sabiduría de apreciar lo grande en lo pequeño y lo pequeño en lo grande. Apreciar lo grande en lo pequeño es descubrir esa historia y ese mundo que se abren detrás de cada palabra; descubrir lo pequeño en lo grande es no dejarse impresionar por las voces que te repiten opiniones para que las tomes por verdades.
32.5. Conserva entonces tus oídos abiertos a las voces que no tienen fuerza para imponerse. Nota que yo no te hablo siempre con la misma potencia, porque es preciso que también te eduque en la escucha de lo que es sutil, o débil, o poco interesante.
32.6. Sobre todo, esto es muy importante: la última sordera, pero también la más difícil de vencer, es la que te hace apartarte de lo que a ti te interesa. Mira a los Apóstoles de Cristo en la noche de Getsemaní (cf. Mt 26,38-46): todo lo que expresó el Señor en su plegaria era de máxima importancia, pero nada de eso parecía demasiado importante a aquellos soñolientos testigos de la hora más grave de la Historia humana.
32.7. Ese sueño, mezcla de tristeza y desinterés, es la imagen misma de la radical sordera de que te hablo. Y es también ese sueño el que debe ser vencido por el enérgico mandato de Cristo: «¡Velad…!.” Créeme, no se trata sólo de trasnochar, pues entonces el Señor os hubiera dicho: «¡Trasnochad…!.” Es algo más esencial, es la victoria sobre la tendencia tan profundamente humana a cerrar las puertas de la atención a todo lo que no le parece interesante o útil. ¡Lo que se te pide, pues, no es menos que la crucifixión del entendimiento!
32.8. De aquí puedes deducir otra preciosa enseñanza, a partir del orden de lo que pide Cristo en su mandato: primero esta perpetua vigilia, que crucifica vuestra inteligencia y la hace apta para acoger a un Dios que nunca duerme (cf. Sal 121,3-4), y luego sí orar. El consejo y mandato de Nuestro Señor no empieza a adquirir su valor cuando el sol se ha ocultado y los párpados se te cierran. Es un mandato perpetuo y siempre válido que te invita a que, cada vez que vayas a orar, empieces por crucificar tu entendimiento, de modo tal que no oigas lo que quieres oír sino lo que te hace falta y debes oír. Orar de esta manera es realmente entrar en comunión con Dios.
32.9. Si me has entendido, repite ahora conmigo esta oración de comunión con el Padre y su Divino Hijo:
32.10. Padre del Hijo;
Hijo del Padre.
A ti, Padre Dios, te saludo,
y reconozco como Padre de tu Hijo, el Señor.
A ti, Dios Hijo, te saludo,
y reconozco como Hijo del Dios Vivo.
Padre, te amo por tu Hijo,
a quien quisiste tan semejante a mí.
Hijo, te amo por tu Padre,
cuya semblanza en ti descubro.
Padre, te doy gracias por tu Hijo,
que me enseñó a llamarte Padre.
Hijo, te doy gracias por tu Padre,
que te dio como Salvador y Señor a nuestras vidas.
Padre, el Espíritu que engendró a tu Hijo
de María Santísima en el tiempo
me engendré a mí de María para la eternidad.
Te lo suplico por tu Hijo,
que contigo vive y reina
por los siglos de los siglos.
Amén.
Pienso si estas enseñanzas del Angel podrían relacionarse con vivir el momento presente, acogerlo como don de Dios para vivir en profundidad y ser capaz de captar lo esencial, lo cual implica ser humilde.
Además, es una manera radical de morir a uno mismo, una forma natural de ascesis que se encuentra siempre a nuestra disposición puesto que es una dimensión de la vida misma.
De esta manera, el instante presente vendría ser como el lugar de encuentro entre la vida eterna y la vida cotidiana.