30.1. En el Nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo.
30.2. Lo que duele de la Iglesia Peregrina no es tanto el mal que tiene o que ha cometido; lo que más duele es todo el inmenso bien que ha dejado de hacer; toda la belleza que ha ocultado; todo el perdón que no ha predicado; toda la sabiduría que ha enterrado; toda la santidad que ha quedado en brote y que nunca llegó a madurar.
30.3. ¿Podía ser más categórico Cristo, Nuestro Señor, cuando dijo: «No puede ocultarse una ciudad situada en la cima de un monte» (Mt 5,14)? Esas palabras, como tantas otras de Él, al mismo tiempo describen una realidad, la producen y la rigen. Hablando así, Cristo mostraba la ciudad, la construía y le daba su constitución.
30.4. Tú debes reunir a los ministros del Señor y despertar en ellos el llanto por la Iglesia. Si alguien se enferma en una casa, otro se preocupa por él. Pero la Iglesia no tiene a veces quién se duela por Ella.
30.5. Es el Cuerpo de Cristo, enseñó Pablo (Col 1,18), y sin embargo hay quienes pretender amar a Cristo y al mismo tiempo desmembrarlo de la Iglesia. ¿Habrá contradicción más patente o de peores consecuencias? La Iglesia es el Templo del Espíritu (Ef 2,22), enseñó también el Apóstol, el mismo que sabía de las inmundicias de algunos de entre los creyentes, pues que habló con franqueza de los “falsos hermanos” (cf. 2 Cor 11,13.26; Gál 2,4; Flp 3,2). ¡Pero sigue siendo Templo! ¡Precisamente si puede ser profanado es porque no deja de ser Templo del Dios vivo!
30.6. Recuerda el llamado del profeta, que hoy quiero recordarte con todo su vigor: «Entre el vestíbulo y el altar lloren los sacerdotes, ministros de Yahveh, y digan: «¡Perdona, Yahveh, a tu pueblo, y no entregues tu heredad al oprobio a la irrisión de las naciones! ¿Por qué se ha de decir entre los pueblos: ¿Dónde está su Dios?”» (Jl 2,17). El grave problema de los sacerdotes de tu tiempo, tal vez el más grave entre tantos, es que quieren ser primeros en muchas cosas, menos en el llanto de dolor por los intereses de la Casa de Dios.
30.7. Muchos suspiran por el poder, les tienta el dinero, les seducen las amistades y cariños, les encanta que les escuchen y les sigan, pero respóndeme tú: ¿Dónde está el llanto por la Morada del Altísimo? Recuerda la recriminación de aquel otro grande entre los profetas de los tiempos duros: «¿Es acaso para vosotros el momento de habitar en vuestras casas artesonadas, mientras esta Casa está en ruinas?» (Ag 1,4).
30.8. La Iglesia es ante todo un misterio de amor. Su secreto, la argamasa de sus muros, la altura de sus columnas, la belleza de sus ventanales, todo es amor. La Iglesia puede sobrevivir sin oficinas, sin bibliotecas, sin espléndidas construcciones y sin grandes museos. Pero no puede sobrevivir sin amor. Su ser es la caridad celeste que, naciendo del costado abierto de Cristo, la ha engendrado, como a Eva de Adán (Gén 2,21-22).
30.9. Esto lo has oído antes. Pero yo veo a los ministros del Señor empeñados en obras externas, diligentes en lograr conocimientos y erudición, acuciosos para proteger las finanzas, prontos a dar declaraciones públicas y casi ávidos del reconocimiento de los poderes y la marea de las opiniones de esta tierra. ¿Y las lágrimas? ¿Y el amor? A gran precio os arrienda el mundo lo que considera suyo, y mientras os agobiáis por pagar sus desorbitados gravámenes, no os queda corazón para reposar junto al Corazón de Cristo y beber con tiempo y con provecho de sus ríos de dulzura y sabiduría.
30.10. ¿Qué efecto trae todo esto? Una inmensa desproporción entre la apariencia y la realidad. Como aquella enfermedad, la osteoporosis, que roe sin ruido los huesos y prepara las fracturas, así la Iglesia Peregrina se esfuerza a menudo en maquillarse mientras sus bases en la caridad, la fe y la esperanza, están abandonadas y amenazan ruina.
30.11. «Ve a la casa de Israel y háblales con mis palabras,” le decía el Señor a su profeta (Ez 3,4), y añadía: « Pero la casa de Israel no quiere escucharte a ti porque no quiere escucharme a mí» (Ez 3,7). Muchos te dirán que el dinero, la planeación y los recursos físicos y administrativos son importantes. ¡Como si el Padre del Cielo no lo supiera (cf. Mt 6,8)! Pero dime, y luego pídeles que te respondan: si una pobre mujer ha sufrido un accidente y llega casi desangrada a un hospital, ¿sería sensato que el médico que le atiende en la sala de urgencias empezara por averiguar si la paciente tiene mal aliento? Precisamente lo terrible de vuestro tiempo —y de ese ambiente eclesiástico que como contagio se riega por doquier— es que habéis perdido sentido de las proporciones y prioridades. ¡Lo primero que necesita esa mujer, que es la Santa Iglesia, es Sangre! ¡Dale Sangre de Cristo para que tenga vida!
30.12. No te estoy diciendo que organices un gran plan a escala mundial para donar sangre a la Iglesia. Te estoy pidiendo y exigiendo, por las entrañas de Nuestro Amado Señor, que le des tu sangre lavada en la Sangre de Cristo. No te creas profeta, ni pienses que tu tarea es denunciar a todos los demás sus horribles culpas. Tú sabes qué repugnante aspecto tienen tus pecados y qué hedor se desprende de ellos. Lo que te pido y exijo, por las llagas de Jesucristo, es que ames a cada hombre y a cada mujer, con la fuerza, la radicalidad y la generosidad que te predica su Cruz Gloriosa. Derrama tu vida, como sangre, e inyecta esa sangre en el Cuerpo de la Iglesia.
30.13. ¿Has visto las transfusiones de sangre en los hospitales? ¿Acaso alcanzas a oír cómo entra esa sangre en las venas del enfermo? No, ¿verdad? Todo sucede en silencio, en humilde silencio, como cuando el bebé se forma en el vientre de la madre. El bebé no grita cada vez que termina de formar un órgano. No sale por la televisión, ni da declaraciones en la radio, ni abre una página en Internet. Un día simplemente nace y el precioso funcionamiento de todos esos órganos tejidos por Dios con tanto amor y paciencia (cf. Sal 139,15-16) hace posible el milagro de la vida. Su sonrisa, su canto, su danza; el brillo de sus ojos y el vigor de sus manos; la vitalidad de sus abrazos y el ritmo de sus pasos: todo eso fue hecho posible en la noche y el silencio del vientre de la mamá. Así es también la Iglesia. Con el tejido de amores que van trenzando las renuncias, plegarias y dolores de los verdaderos siervos de Dios, Ella va creciendo. A su tiempo algunas de sus obras aparecen a la luz, y es entonces cuando tú piensas que ya ha “nacido,” pero este es un error.
30.14. Aquello que se ve de la Iglesia mientras vais de camino se parece a los exámenes que los médicos hacen a las mujeres embarazadas. La mujer va al consultorio, por ejemplo acompañada de su esposo, y ambos ven en una ecografía a su pequeñito. Derraman lágrimas de gozo, se abrazan y besan llenos de amor, se sienten ya papás y le dicen palabras cariñosas al bebito. Pero no ha nacido. Así pasa con la Iglesia. Todas las obras, grandes y chicas que ven tus ojos, y te estoy hablando de todas, son sólo “ecografías” de esa maravilla de Bebita, esa ternura de Niña, ese esplendor de Novia, esa majestad de Señora que es la Iglesia, dignísima Esposa del Cordero de Dios. Será su “nacimiento” el día en que pueda ser vista, abrazada y besada no en el enigma de una pantalla de consultorio, sino en la verdad de sus atributos y la belleza de su lustre inmaculado.
30.15. Los monasterios más santos, las escuelas teológicas más lúcidas, las obras de arte más inspiradas, los movimientos eclesiales más vivos son todas “ecografías” que hacen derramar lágrimas de gozo y esperanza a los que quieren engendrar a la Iglesia, tras las huellas de hombres santos, como Pablo (cf. 1 Cor 4,15).
30.16. Hermano y amigo, llora: primero de dolor, luego de alegría. Haz una lamentación y luego un cántico. Escribe con tu sangre una carta de amor en el libro de tu vida. Sea la firma de tu carta el humilde trazo de una verdad sin mancha. Si así obras, el don de la alegría —esa que nadie te puede quitar (Jn 16,22)— se posará en tu alma.
30.17. Sí: deja que te invite a la alegría. Dios te ama; su amor es eterno.