La relación que hay entre libertad del hombre y Ley de Dios tiene su base en el “corazón” de la persona, o sea, en su conciencia moral: En lo mas profundo de su conciencia -afirma el Concilio Vaticano II-, descubre el hombre una Ley que el no se dicta a sí mismo, sino a la que debe obedecer y cuya voz resuena, cuando es necesario, en los oídos de su corazón, llamándole siempre a amar y a hacer el bien y a evitar el mal…
La conciencia es el núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en el que éste se siente a solas con Dios, cuya voz resuena en el recinto más íntimo de aquella.
En el lenguaje bíblico, la palabra corazón designa lo profundo del ser humano, fuente y origen de los más intensos sentimientos de la vida afectiva y, en especial del amor. El corazón del hombre es la fuente misma de su personalidad consciente, inteligente y libre, el lugar de sus elecciones decisivas, el de la Ley no escrita y de la acción misteriosa de Dios. Es como el lugar de encuentro del hombre con Dios.
En su corazón, en cuya obediencia está la dignidad humana y según la cual será juzgado (Cfr. Rm 2, 74-16).
La dignidad de la persona humana implica y exige la rectitud de la conciencia moral. En todo lo que dice y hace, el hombre está obligado a seguir fielmente lo que sabe que es justo y recto.
Según las palabras de San Pablo, la conciencia, en cierto modo, pone al hombre ante la Ley, siendo ella misma testigo para el hombre: testigo de su fidelidad o infidelidad a la Ley, o sea, de su esencial rectitud o maldad moral. La conciencia es el único testigo. Lo que sucede en la intimidad de la persona está oculto a los demás desde fuera. La conciencia dirige su testimonio solamente hacia la persona misma. Y, a su vez, sólo la persona conoce la propia respuesta a la voz de la conciencia.
Nunca se valorará adecuadamente la importancia de este íntimo dialogo del hombre consigo mismo. Pero, en realidad, éste es el diálogo del hombre con Dios, se puede decir, que la conciencia da testimonio de la rectitud o maldad del hombre al hombre mismo, pero a su vez y antes aún, es testimonio de Dios mismo, cuya voz y cuyo juicio penetran la intimidad del hombre hasta las raíces de su alma, invitándole a la obediencia: La conciencia moral no encierra al hombre en una soledad infranqueable e impenetrable, sino que la abre a la llamada, a la voz de Dios. En esto y no en otra cosa reside todo el misterio y dignidad de la conciencia moral: en ser el “Sagrario íntimo” en donde Dios habla al hombre.
El Juicio de la Conciencia
La Ley Natural ilumina sobre todo las exigencias objetivas y universales del bien moral, la conciencia es la aplicación de la Ley a cada caso particular, la cual se convierte así para el hombre en un dictamen interior, una llamada a realizar el bien en una situación concreta.
Ante la necesidad de decidir moralmente, la conciencia puede formular un juicio recto de acuerdo con la razón y con la Ley Divina, o al contrario un juicio erróneo que se aleja de ellas. En todos los casos son aplicables algunas reglas:
– Nunca esta permitido hacer el mal para obtener un bien…
– La “regla de oro”: Todo cuanto queráis que os hagan los hombres, hacédselo también vosotros (Mt 7,12; Cfr. Lc 6,31; Tb 4,15).
El juicio recto – Es un juicio que ordena lo que el hombre debe hacer o no hacer, o bien, valorar un acto ya realizado por él. Es un juicio que aplica a una situación concreta la convicción racional de que se debe amar, hacer el bien y evitar el mal. Se sabe que la conciencia no solo manda o prohíbe, sino que juzga a la luz de las ordenes y de las prohibiciones interiores. Es también fuente de remordimiento: el hombre sufre interiormente por el mal cometido. Pero bajo el influjo del Paráclito se realiza, por lo tanto la conversión del corazón humano que es condición indispensable para el perdón de los pecados. Mediante esta conversión en el Espíritu Santo, el hombre se abre al perdón y a la remisión de los pecados. El Espíritu Santo “viene” en cada caso concreto de la conversión – remisión en virtud del Sacrificio de la Cruz, pues, por El, “la Sangre de Cristo… purifica nuestra conciencia de las obras muertas para rendir culto a Dios vivo”.
El Juicio Erróneo
La conciencia moral puede estar afectada por la ignorancia y puede formar juicios erróneos sobre actos proyectados o ya cometidos. Hay culpas que no logramos ver y que no obstante son culpas, porque hemos rechazado caminar hacia la luz (Cfr. Jn 9,39-41). Esto sucede cuando el hombre no se preocupa de buscar la Verdad y el bien y poco a poco, por el hábito del pecado, la conciencia se queda ciega (GS16). En estos casos, la persona es culpable del mal que comete.
No obstante, el error de la conciencia puede ser el fruto una ignorancia invencible, es decir, de una ignorancia de la que el sujeto no es consciente y de la que no puede salir, por sí mismo, o de un error de juicio no culpable, aquí, puede no ser imputable a la persona que lo hace; pero tampoco en este caso, aquél deja de ser un mal, un desorden con relación a la Verdad sobre el bien.
Retorna a tu conciencia, interrógala… retornad, hermanos, al interior, y en todo lo que hagáis mirad al testigo, Dios (San Agustín).
Desviaciones en la Conducta Moral
Una mal entendida autonomía de la conciencia, la falta de conversión y de la Caridad, los malos ejemplos recibidos de otros, el rechazo de la autoridad de la Iglesia, el desconocimiento culpable de Dios y de su Evangelio, desencadenan las pasiones, que son causa del desequilibrio y de los conflictos en lo íntimo del hombre y pueden conducir a desviaciones del juicio en la conducta moral. Una de las recomendaciones hechas por el Señor y valida todavía hoy, es la vigilancia. Es decir, en cuanto a los peligros y a las tentaciones que pueden hacer decaer o desviar la conducta del hombre (Mt 26,41). Esta vigilancia debe estar siempre presente u operante en la conciencia del siervo fiel, es la determinante de su conducta moral.
Estaremos alertas, si cuidamos con esmero la oración personal, que evita la tibieza y, con ella, la muerte de los deseos de santidad; estaremos vigilantes si no descuidamos las mortificaciones pequeñas, que nos mantienen despiertos para las cosas de Dios. Estaremos atentos mediante un delicado examen de conciencia.
Podemos descubrir en el Evangelio una contínua invitación a la rectitud del pensamiento y de la acción. “Se puede y se debe vencer el mal con el bien” (Cfr. Romanos 12,21).
La conciencia moral, tanto individual como social, está hoy sometida, a causa también del fuerte influjo de muchos medios de comunicación social, a un peligro gravísimo y mortal, el de la confusión entre el bien y el mal en relación con el mismo derecho fundamental a la vida.
Cuando la conciencia, este luminoso ojo del alma (Cfr. Mt 6,22-23), “llama al mal bien y al bien mal” (Is 5,20), camina ya hacia su degradación más inquietante y hacia la más tenebrosa ceguera moral.
En la Formación de la Conciencia
Para tener una conciencia recta (1Tm 1,5), el hombre debe buscar la Verdad y debe juzgar según esta misma Verdad.
La Verdad se hace en mí en la medida en que mi espíritu penetra en el conocimiento de Dios; como dice el apóstol Pablo, la conciencia debe estar “iluminada por el Espíritu Santo” (Cfr. Rm 9,1), debe ser “pura” (2Tm 1,3), no debe con “astucia falsear La Palabra de Dios” sino “manifestar claramente La Verdad” (Cfr. 2Co 4,2), el mismo apóstol amonesta a los cristianos diciendo: “no os acomodéis al mundo presente, antes bien transformaos mediante la renovación de vuestra mente, de forma que podáis distinguir cual es la Voluntad de Dios: “lo bueno, lo agradable, lo perfecto” (Rm 12,2).
En realidad, el “corazón” convertido al Señor y al amor del bien es la fuente de los juicios verdaderos de la conciencia. En efecto, para poder “distinguir” cuál es la Voluntad de Dios: lo bueno lo agradable, lo perfecto, si es necesario el conocimiento de la Ley de Dios en general, pero ésta no es suficiente: es indispensable una especie de connaturalidad entre el hombre y el verdadero bien. Tal connaturalidad se fundamenta y se desarrolla en las actitudes virtuosas del hombre mismo: la Prudencia y las otras Virtudes Cardinales, y en primer lugar las Virtudes Teologales de la Fe, la Esperanza y la Caridad.
En la formación de la conciencia, la Palabra de Dios es la luz de nuestro caminar; es preciso que la asimilemos en la Fe y la oración, y la pongamos en práctica. Por La Palabra de Dios y los Sacramentos, se reciben La Gracia de Cristo y los Dones de su Espíritu y de esa forma, el hombre es liberado ante todo del poder del pecado y del poder del maligno que lo oprime, y es introducido en la comunión de amor con Dios. Nuestra existencia, es un combate espiritual por la vida, según el Evangelio y con las armas de Dios.
El desarrollo del hombre viene de Dios, del modelo de Jesús Dios y hombre, y debe llevar a Dios. El desarrollo de un pueblo deriva de la formación de las conciencias, de la madurez, de la mentalidad y de las costumbres. Es el hombre el protagonista del desarrollo, no es el dinero ni la técnica.
La Verdad es Cristo
El Papa Juan Pablo 11 afirma en su encíclica “Veritatis Splendor” que los cristianos tienen en la Iglesia y en su Magisterio una gran ayuda para la formación de la conciencia. “Quien a vosotros os escucha, a mí me escucha” (Lc 10,16).
El Magisterio de la Iglesia enseña, bajo la guía del Espíritu Santo, con infalibilidad, el contenido esencial del camino de salvación. Ayudándola a no ser zarandeada aquí y allá por cualquier viento de Doctrina según el engaño de los hombres (Cfr. Ef 4,14).
La Iglesia Católica es maestra de la Verdad y su Misión es anunciar, enseñar auténticamente la Verdad, que es Cristo.
Su Doctrina abarca, por consiguiente, todo el Orden Moral y, particularmente la Justicia, que debe regular las relaciones humanas. Los cristianos, precisamente por la fidelidad a su conciencia se unen a los demás hombres en la búsqueda de la Verdad y de la plena solución de tantos problemas morales. De ahí que, cuanto más se impone la recta conciencia, tanto más los individuos y las comunidades se apartan del arbitrio ciego y se esfuerzan por ajustarse a las normas objetivas de la moralidad. La mejor manera de promover la Justicia y la paz en el mundo es el empeño por vivir como verdaderos hijos de Dios. Si los cristianos nos decidimos a llevar las exigencias del Evangelio a la propia vida personal, a la familia, al trabajo al mundo en que diariamente nos movemos y del que participamos, cambiaríamos la sociedad haciéndola más justa y más humana. Por eso no podemos olvidar en ningún momento que cuando – mediante el apostolado personal – tratamos de hacer el mundo que nos rodea más cristiano, lo estamos convirtiendo a la vez en un mundo más humano. Y, al mismo tiempo, cuando procuramos que el ambiente – social, familiar, laboral – en el que vivimos sea más justo y más humano, estamos creando las condiciones para que Cristo sea más fácilmente conocido.
Remitido por Juan F. Cabrera