28.1. «¡Gloria a ti, Señor!, ¡Gloria a ti, Señor!, ¡Gloria a ti, Señor!»
28.2. Acompaña, hermano, el cántico del Cielo, y une a tu voz al júbilo de la gloria eterna, que más crece cuanto más se entrega. Hay en la Casa de Dios como una hermosa circulación de amor que no se detiene y que, pasando por cada corazón y hecha canción en cada voz, es una cascada de júbilo que alegra en su música a todos y de todos recibe nuevas fuerzas.
28.3. Desaparecida toda envidia, no hay aquí espacio para el mal; desaparecidas toda negligencia y toda pereza, no hay bien que se desperdicie o que no se alcance; desaparecidos todo odio y todo rencor, no hay aquí perfección que no se comparta; desaparecidas toda tristeza y toda desolación, no hay límite en el gozo, ni siquiera por la embriaguez que en la tierra embota vuestros sentidos; desaparecidas toda concupiscencia y toda intemperancia, no hay aquí temor ni al dar ni al recibir amor; desaparecidas toda tentación y toda amenaza, no hay aquí otro imperio sino el de la paz; desaparecidas toda avaricia y toda codicia, no hay aquí sino el amable poseerlo todo en todos; desaparecidos todo orgullo y toda vanidad, no hay aquí sino el reconocimiento jubiloso del Bien que es fuente y meta de todos; desaparecidos todo engaño y toda mentira, no hay aquí sino la claridad translúcida que engendra confianza y amable ternura; desaparecidas la noche y la muerte, no hay aquí sino un himno inmenso, una letanía inagotable de alabanzas y la suave armonía de una danza majestuosa y afable sobre toda ponderación que quepa en tus palabras.