San Francisco es un laico, Santo Domingo un clérigo. Parece haber sido siempre de Iglesia, educado desde sus niñez, “a la manera eclesiástica”, por su tío el Arcipreste, provisto quizá, desde la adolescencia, de algún beneficio en la diócesis de Osma, instruído en las disciplinas sagradas, en las mejores escuelas de su país. Subprior del Capítulo regular de Osma, he aquí uno de los principales personajes de la administración diocesana, hombre de confianza de su obispo, tanto en los viajes y negocios diplomáticos, la visita ad limina, como en la audaz empresa de una nueva forma de predicación en el seno de una misión pontificial.
Durante diez años, el Prior de las monjas de Prulla no es un predicador cualquiera independiente, sino de la calidad del clero local. Administra bienes de la Iglesia en Fanjeaux, en Prouille, en Limoux, en Lavaur, más tarde en Tolouse. Solidario de la cruzada y de sus jefes una que otra vez, le hacen beneficiario de dominios conquistados, representa a la Iglesia oficial ante los herejes a los cuales concede la reconciliación e impone la penitencia canónica.
Si Arzobispos, Obispos y otros prelados de la región lo tienen en gran estima, es seguramente en razón de su santidad, pero también porque pertenece a su mundo. En la ausencia de Pedro de Vaux de Cernai gobierna en lo espiritual la diócesis de Carcasona, y está en estrecha relación con el Obispo de Tolouse cuando comienza, en la primavera de l2l5, la Orden de Predicadores. Así, con un intervalo de más de diez años, es al lado de un Obispo como Domingo toma contacto con la Curia Romana, en la animación de un gran Concilio. Inocencio III valora los proyectos de Domingo, pero también confía en su habilidad canónica, en su sentido de institución eclesiástica. Junto a Honorio III, a Hugolino y otros Cardenales que hacen llamamiento a sus servicios, Domingo no parece hacer figura de genio aventurero, sino de hombre seguro, suficientemente hábil en las cosas de la Iglesia para llevar a buen término la reforma de las Monjas o aún para grupar bajo su autoridad religiosos de todas la Ordenes en una vasta tarea de predicación en Lombardía.
En su carrera eclesiástica, Santo Domingo ha procedido siempre en el mismo plano. Quizá no haya escogido ser de Iglesia: se descubre tal en el despertar de su vida personal. Pero en esta situación ha consentido. Este consentimiento, cada vez más profundo, es todo el secreto de su santidad, de su obra. Un comprometimiento cada vez más lúcido y voluntario en las realidades de la Iglesia, todas las realidades de la Iglesia.
Los años de Palencia y de Osma son decisivos. Firmeza de costumbres, estudiosidad excepcional de la Palabra de Dios, sensibilidad hacia todos los que sufren, hacia los pobres, ávido de oración: es el signo de abertura del jóven canónigo hacia el misterio de la Iglesia, signo y realidad de salvación.
“Una de las súplicas frecuentes y singulares a Dios, era que le diera una caridad verdadera y eficaz para cultivar y procurar la salvación de los hombres; porque él pensaba que no sería verdaderamente miembro de Cristo sino el día en que pudiera entregarse totalmente con todas sus fuerzas a ganar almas, como el Señor Jesús, Salvador de todos los hombres, se consagró totalmente a nuestra salvación”.
¿Arrebato edificante de un hagiógrafo? ¡Pero tantos testigos han hablado de las noches de oración de Santo Domingo, de sus gritos y de sus lágrimas! ¿Y por qué también esta necesidad, insólita en su época, de celebrar cada día el sacrifio de la Santa Misa? Domingo no es de Iglesia solamente en apariencia, sino de corazón. El no tiene otro drama personal que el que se juega en la Iglesia: la salvación de los hombres.
En el origen de los frailes menores [franciscanos] ha habido el problema personal de Francisco de Asís: un descubrimiento de Dios, una mirada nueva sobre el Evangelio, un espíritu y un corazón conmovidos por el encuentro personal de Jesucristo, una conversión. Santo Domingo no es un convertido. Este no es su caso, ni su perseverancia ni su salvación; lo suyo, su problema es la Iglesia.
Es la “execrable herejía de los Búlgaros” la que detiene y retiene en el Languedoc al Obispo de Osma y a su Subprior. Sí, pero el mal profundo no viene de Oriente. Está en la desviación de todo un pueblo y de sus jefes laicos respecto de una Iglesia a quien se rehusa reconocer como la Santa Esposa de Cristo. El mal está en este rompimiento entre el mensaje y los medios de salvación que la Iglesia posee y los hombres por los cuales ella los comunica, en una revuelta contra la Iglesia en nombre del mismo Evangelio.
No es Domingo, sino su Obispo quien, desde la solemne asamblea eclesiástica de Montpellier denuncia la crisis y propone un plan. Qué importa de quien venga la iniciativa, es el momento de ser verdaderamente de Iglesia. Algunos meses, y el viento de entusiasmo por un modo nuevo de predicación se habrá acabado, los obreros se dispersarán, la cruzada se juzgará más eficaz. Pero Domingo es de aquellos que no se resignan, y, casi solo, persevera. Para él no se trata de método sino de vida. Ir hasta el fín en condición de sacerdote de Jesucristo en la Iglesia de su tiempo.
En Roma, los clérigos habían sido burlados por el evangelismo sincero de un mercader lionés, Pedro Valdo, causando así el cisma y la herejía. Inocencio III, al contrario, toma en serio el Poverello de Asís, y seguro de su fidelidad, se apoya sobre él para captar y mantener en la Iglesia todo lo que las aspiraciones populares llevan de auténtico. Pero también es necesario un movimiento en otro sentido, y aquí Domingo e Inocencio III se comprenden.
Una vida integralmente evangélica en una fidelidad sin reticencia a la Iglesia romana, es la gracia de San Francisco de Asís. Vivir la vida eclesiástica según la verdad del Evangelio, para predicar auténtica y eficazmente este evangelio, es la gracia de Santo Domingo.
Habiéndolo dejado todo para seguir a Cristo pobre, San Francisco se nos presenta, a pesar de él, fundador de la Orden. Santo Domingo ha querido fundarla. Una experiencia brillante de algunos meses -“la santa predicación” narbonense- diez años de perseverancia, de maduración, de oración. Domingo no piensa solamente en los albigenses, sino que piensa en sentido eclesial. Modesto canónigo al lado del Obispo de Tolosa, en camino hacia el Concilio de Letrán, lleva en sí la idea de la Orden de Predicadores. Nada menos. Toma la responsabilidad de una función permanente de la institución eclesial.
Domingo es hombre de Iglesia, de la Iglesia católica. No reune obreros más que para hacerlos trabajar: 15 de agosto de l2l7, la dispersión de Prulla hacia Tolouse, París, Bolonia, Roma, Madrid. Capítulo de l22l, la expansión magnífica de la Orden en ocho provincias. Y sin cesar, la obsesión de ir más lejos: los musulmanes, los cumanos, los pueblos del Norte.
Francisco de Asís experimenta dificultades y sinsabores serios como legislador. De hecho, la regla franciscana lleva la huella del cardenal Hugolino. Domingo, en cambio, parece haberlo dispuesto todo, cuando llega la confirmación solemne de su Orden, firmemente asentada en el estilo canonical y la dedicación específica a la predicación. Sus cualidades “profesionales”, si se puede decir, de hombre de Iglesia afluyen aquí. Y el arte de la novedad y de la intrepidez con respecto a la formas antiguas. La vida religiosa no solamente gira sobre la conversión personal, sino sobre los hombres a quienes hay que salvar. ¿Los predicadores de entre los canónigos regulares? La etiqueta permanece aún; de hecho ellos no son hombres de tal o cual Iglesia, sino al servicio de toda la Iglesia dispensadora de la palabra divina que ilumina y que salva.
“El Hermano Francisco y quienquiera que esté a la cabeza de esta Orden promete y prometerá obediencia y respeto al Señor Papa Inocencio y a sus sucesores”.
La Orden de los Menores está bajo la vigilancia de un Cardenal protector. Nada de esto para Santo Domingo y los suyos. Ninguna garantía se exige, porque ninguna cuestión de fidelidad se pone. Aquí la fidelidad se supone.
Escribiendo a los obispos para recomendarles los primeros frailes menores, el Papa los invita a tener por buenos católicos, cristianos verdaderamente ortodoxos a estos hombres que se proclaman “del evangelio”. Los hijos de Santo Domingo son presentados por la Santa Sede como total y oficialmente destinados a la predicación de la Palabra de Dios en la pobreza. En los frailes menores se destaca la cualidad personal de los hombres; en los predicadores, la función en la Iglesia. No es cuestión de sentir con la lglesia militante, sino que se está dentro de la misma iglesia.
Estar en la Iglesia como en su medio espontáneo de vida. Vivir interiormente de su misterio. Llevar y experimentar en sí la angustia de la salvación de los hombres, que es como la sustancia viva de la Iglesia. Sufrir en este plano sus verdaderos sufrimientos. Ser lúcido en sus crisis y animoso en la medida de esta lucidez. Ser magnánimo en su servicio. Encontrar en una fidelidad indiscutida la fuente y la seguridad de las iniciativas que se le entregan. Ser humilde servidor de aquellos que tienen la misión de gobernar, la misión de Dios, siendo ellos mismos servidores de la Palabra que salva. O Lumen Ecclesiae!
Basado en un artículo de Fr. André Duval, O.P.