Fr. Nelson Medina F., O.P.
1. ¿En qué se fundamenta el discurso racional de la moral católica?
La teología moral de algún modo puede resumirse al modo gramatical imperativo, en la medida en que sus conclusiones finalmente se traducen en fórmulas de talante: “haz esto” o “no hagas esto”.
Este modo imperativo suscita de inmediato una pregunta: ¿quién y por qué tiene autoridad para decirle a otra persona lo que tiene que hacer? Esta doble cuestión nos conduce, en lo que atañe a la teología moral católica, a la relación entre el modo “indicativo” propio de lo propuesto en la dogmática y el modo “imperativo” de que ahora hablamos.
La pregunta es: ¿de qué modo las afirmaciones sobre la revelación de Dios en Jesucristo se transforman en consignas, mandatos o consejos para los cristianos?
Junto a ésta, otra gran cuestión: ¿es posible afirmar leyes verdaderamente tales en el régimen del Nuevo Testamento, sin devolvernos al régimen legal del Antiguo Testamento?; ¿la efusión del Espíritu no es ya norma suficiente para los cristianos?
Y queda aún una tercera cuestión, que puede plantearse en términos de dilema: o las prescripciones morales son racionales, y entonces no pertenecen a la teología sino a la filosofía, o son irracionales y entonces no pueden reclamar obligatoriedad ni aún para los cristianos.
Con respecto a la primera pregunta hay que decir que la revelación de Dios en Jesucristo no es un elenco de ideas sino un cauce de vida que al entrar en el cristiano lo va transformando todo: desde luego, su inteligencia, pero también sus afectos, proyectos, esperanzas, su mundo “privado” y “público”.
Con respecto a la segunda cuestión podemos decir que la obra de Cristo no supone la anulación sino la plenificación de la ley, según él mismo lo dijo. De hecho, Jesús recordó mandamientos explícitos de la ley de Moisés a aquel joven que quería tener vida eterna. Así pues, está mal planteada la cuestión si partimos del supuesto de que la ley nueva, la ley del Espíritu Santo, es por principio incompatible con leyes explícitas. Ciertamente San Pablo opone muchas veces el régimen de la ley a la fe que nos abre a la acción del Espíritu, porque, si se trata de la salvación, está claro en quién podemos y debemos poner nuestra confianza. Pero si se trata de la vida de aquellos que creen en Jesús y están bajo el régimen del Espíritu Santo no hay porque suponer una incompatibilidad esencial: confiar en Cristo es, entre otras cosas, reconocer lo que su amor eficaz va haciendo en nosotros, incluyendo en nuestra capacidad de conocer expresamente su voluntad.
Un punto distinto es que las leyes “positivas” son compatibles con la libertad del Espíritu, y cuáles de éstas son esenciales al ser de la Iglesia. Responder a esta inquietud conlleva una amplia reflexión sobre los conceptos de la ley natural y de la Iglesia. Es un paso posterior, que no daremos aquí.
Respecto a la tercera cuestión, cabe distinguir: ética, ética cristiana y moral (entendida como teología moral).
En éstas tres la razón tiene lugar, aunque de modo diverso: la ética se ocupa del bien y el mal de los hombres sin tener en cuenta el dato de la revelación; la ética cristiana es igualmente una reflexión de orden filosófico, que sin embargo toma como referencia principal la vida de Jesús, subrayando entonces la importancia de los así llamados “valores cristianos”, por ejemplo la misericordia, el perdón, la justicia, la solidaridad.
No carece, pues, de argumentación la moral, pero esta toma en cuenta elementos que son decisivos para la existencia humana y que no brotan del solo ejercicio racional. La teología moral, en efecto, considera la vida desde la perspectiva del destino último del hombre que se abre a la luz de la pascua de Cristo, y desde la certeza de la gracia ofrecida con la efusión del Espíritu Santo. De este modo reconoce como perfección última del acto humano, la forma que le da la claridad y su orientación al fin último de la contemplación beatífica en el cielo.
2. ¿Cabe la vida en razones y argumentos?
Podemos decir que la teología moral tiene una estructura paradójica, porque trata de manera general (si no, no sería un tratado ni podría reclamar normatividad alguna) lo particular (si no, no sería una referencia para las personas y su vida, que se da mediante actos específicos y situados). La teología moral es una eeflexión “abstracta” sobre actos concretos[1].
Aquí viene lo paradójico de la moral: resulta que la vida humana no está hecha de esencias sino de una abigarrada multitud de circunstancias variables de todo género. Todo acto humano es un acto “en situación”, hasta el punto que puede darse que un mismo acto sea bueno en algunas circunstancias y malo en otras.
Por eso nos preguntamos: ¿acaso es posible sacar las esencias de todos los actos y circunstancias verosímiles en la vida humana?; ¿quién puede presentar un discurso tan completamente argumentado que pueda hablar de todo lo bueno y lo malo que los hombres mortales encontramos por esta tierra?
Y sin embargo, nada más grave que renunciar a la búsqueda de ese bien y ese mal. Sin alguna claridad y algunos acuerdos sobre qué es lo bueno y qué es lo malo (sea que se le llame así o no), el ser humano queda perdido y la sociedad se degrada e involuciona hacia la jungla del más fuerte. Es verdad que, siguiendo a Nietzsche, alguien podría intentar ir “más allá del bien y del mal”, dejar brotar la vida, mantenerse fiel a la tierra y ser el “super-hombre”, pero éste pobre super-hombre ¿cómo sabría que su opción vital es lo mejor para él mismo?
Esta argumentación en contra del pensamiento Nietzscheano nos ayuda a descubrir de un modo nuevo el antiguo principio tomista: el bien, así no se le llame de este modo, es algo que la voluntad humana no puede no querer (non potest non velle); incluso el mal buscado se busca por algún aspecto de bien.
3. ¿Cómo argumentar en moral?
Ha habido en el siglo XX quienes enfatizaron tanto el papel de las circunstancias en la valoración de los datos humanos que prácticamente disolvieron la posibilidad de una verdadera teológica moral. Según ellos la “situación” es la que finalmente determina el juicio sobre el acto humano; y como las situaciones, según hemos dicho, son innumerables, variadísimas y cambiantes, la moral, según ellos, debe terminar reduciéndose a un elenco de sugerencias generales, o a la inoperante y romántica presentación del amor como única norma.
La posición de Santo Tomás es distinta. Para él, un acto humano debe ser valorado de acuerdo con tres elementos inseparables: la intención, el objeto y las circunstancias.
Lo que hoy solemos llamar “situación” es lo que él llama circunstancias; mas, al contrario delo que quieren algunos contemporáneos nuestros, no hizo depender de ellas el juicio último sobre los actos humanos. Cada acto humano recibe su valor principalmente de la intención y luego del objeto. La intención responde a la pregunta sobre qué pretendía la persona, y el “objeto” a la pregunta sobre qué hizo la persona.
La teología moral es ciencia básicamente de las intenciones y de los objetos en ese orden. Esto no quiere decir que cualquier acto pueda ser justificado por alguna intención o en alguna circunstancia. Específicamente la teología moral conoce ejemplos de actos (“objetos”) que son siempre malos: blasfemar, causar daño evitable a un inocente, desperdiciar del todo el tiempo que está en nuestras manos, y aún otros.
Esto significa que la teología moral no es un conjunto de normas externas sino un camino de iluminación de la conciencia moral, que puede y debe dar criterios seguros y próximos para el obrar concreto del ser humano.
De acuerdo con esto, no puede recibirse como argumento moral lo que es simplemente anécdota o excepción. Tampoco es modo de argumentar el tomar un momento de la revelación bíblica para desmembrarlo de su contexto y del proceso íntegro que tiene su culminación en la pascua de Jesucristo y la efusión del Espíritu Santo. Ni recibimos como argumento el que unos males hagan “buenos” a otros; ni admitimos que actos perversos que están en la voluntad del ser humano se presenten como inevitables, y en este sentido como circunstancias determinadas. Finalmente, y como es natural, tampoco admitimos los argumentos ad hominem, es decir aquellos que pretenden negar o contradecir un argumento atacando a la persona o institución que lo sostiene.
En síntesis, pues, ¿cómo ha de ser un “argumento moral”? Ha de ser la presentación del despliegue del sabio y amoroso querer de Dios, manifiesto progresivamente en la creación y en la redención, madurado en la reflexión racional y la tradición de la Iglesia, ordinariamente expuesto por el Magisterio de la misma Iglesia, vivido con generosidad por los santos y propuesto para que alcancemos ya en esta tierra y luego en la eternidad la bienaventuranza para la que fuimos creados.
Fr. Nelson Medina F., O.P.