Los Fundamentos de la Doctrina Social de la Iglesia

El objetivo de la doctrina social de la Iglesia no es sólo intelectual o cognitivo, sino también eminentemente práctico y personal. Debería cambiar nuestras vidas y ayudarnos a asumir nuestras propias responsabilidades con respecto al bien común, especialmente por lo que tiene ver con esa mayoría que está en necesidad.

Me propongo desarrollar esta breve presentación de la doctrina social de la Iglesia en cuatro partes: su definición, su naturaleza, sus fundamentos y algunas sugerencias prácticas.


1. ¿Qué es?

Aunque podemos tener una idea general de qué es la doctrina social católica, a menudo resulta más simple eliminar las nociones falsas comenzando con lo que no es.

La Iglesia deja claro que su doctrina social no es una “tercera vía”, un camino intermedio entre el capitalismo y el socialismo. No tiene nada que ver con una agenda económica o política, y no es un “sistema”. Aunque, por ejemplo, ofrezca una crítica del socialismo y el capitalismo, no propone un sistema alternativo. No es una propuesta técnica para solucionar los problemas prácticos, sino más bien una doctrina moral, que surge del concepto cristiano de hombre y de su vocación al amor y a la vida eterna. Es una categoría propia.

La doctrina social católica no es una utopía, en el sentido de un proyecto social imposible de alcanzar. No se propone describir un paraíso en la tierra en el que la humanidad pueda alcanzar la perfección.

A pesar de todo esto, la doctrina social católica se enfrenta seriamente con las realidades y estructuras existentes, y los desafíos de la humanidad para buscar soluciones a las situaciones sociales, políticas y económicas, dignas de la dignidad humana, de manera que se cree un sano grado de tensión entre las realidades temporales que encontramos y el ideal del Evangelio.

Las enseñanzas sociales católicas no son una doctrina estática y fijada, sino una aplicación dinámica de la enseñanza de Cristo para cambiar las realidades y circunstancias de las sociedades y culturas humanas. Por supuesto, los principios fundamentales no cambian, porque están profundamente enraizados en la naturaleza humana. Pero sus aplicaciones y juicios contingentes se adaptan a las nuevas circunstancias históricas según los tiempos y lugares.

La doctrina social católica pertenece al marco de la teología y especialmente de la teología moral.

Según las palabras del magisterio, es la formulación exacta de los resultados de la cuidadosa meditación de las complejas realidades de la existencia humana, en sociedad, y en un contexto internacional, a la luz de la fe y de la tradición viva de la Iglesia.

Es un conjunto de principios, criterios y directrices de acción, con el objeto de interpretar las realidades sociales, culturales, económicas y políticas, determinando su conformidad o inconformidad con las enseñanzas del Evangelio sobre la persona humana y su vocación terrenal y trascendente.

2. El contenido de la enseñanza social católica.

El contenido de la doctrina social se expresa en tres niveles:

– Principios y valores fundamentales. La doctrina social adquiere sus principios básicos de la teología y la filosofía, con ayuda de las ciencias humanas y sociales que la complementan. Estos principios incluyen la dignidad de la persona humana, el bien común, la solidaridad, la participación, la propiedad privada, y el destino universal de los bienes. Los valores fundamentales incluyen la verdad, la libertad, la justicia, la caridad y la paz.

– Criterios de juicio: para los sistemas económicos, instituciones, organizaciones, también utilizando datos empíricos. Ejemplos: valoración de la Iglesia del comunismo, el liberalismo, la teología de la liberación, el racismo, la globalización, los salarios justos, etc…

– Directrices de acción: opiniones contingentes sobre acontecimientos históricos. Esto no es una deducción lógica y necesaria que surja de los principios, sino también el resultado de la experiencia pastoral de la Iglesia y de la percepción cristiana de la realidad; la opción preferencial por el pobre, el diálogo, y el respeto por la autonomía legítima de las realidades políticas, económicas y sociales. Ejemplo: sugerencias de condonación de la deuda internacional, reformas agrícolas, creación de cooperativas, etc. (ver Gaudium et Spes, Nos. 67-70).

3. Fundamentos.

El primer fundamento de la enseñanza social católica es el mandamiento de Jesús de amar: Ama a Dios sobre todas las cosas y ama a tu prójimo como te amas a ti mismo. Éste es el fundamento de toda la moral cristiana y, por lo mismo, de la doctrina social de la Iglesia que es parte de esta moral. Jesús decía que el doble mandamiento del amor no es sólo el primero y más importante de todos los mandamientos, sino también el resumen o compendio de todas las leyes de Dios y del mensaje de los profetas.

La doctrina social de la Iglesia proporciona por tanto una respuesta a la pregunta: ¿Cómo debo amar a Dios y a mi prójimo dentro de mi contexto político, económico y social? Nuestro amor a Dios y al prójimo no consiste simplemente en una obligación semanal de asistir a Misa y dejar algunas monedas en la cesta en el momento del ofertorio. Debe impregnar nuestra vida entera y conformar nuestras acciones y nuestro ambiente según el Evangelio.

Éste es un principio muy importante para superar la tendencia a ver la economía y la política como algo totalmente separado de la moral, cuando de hecho es precisamente allí donde un cristiano hace que su fe influya en los asuntos temporales.

El mandamiento del amor por tanto debería representar el fundamento general de la doctrina social de la Iglesia. También hay, sin embargo, fundamentos específicos que pueden resumirse en cuatro principios básicos de la entera doctrina social de la Iglesia, cuatro columnas sobre las que se apoya el entero edificio. Estos principios son: la dignidad de la persona humana, el bien común, la subsidiariedad y la solidaridad.

– La dignidad de la persona humana. El primer principio clásico es el de la dignidad de la persona humana, que proporciona el fundamento para los derechos humanos. Para pensar correctamente sobre la sociedad, la política, la economía y la cultura uno debe primero entender qué es el ser humano y cuál es su verdadero bien. Cada persona, creada a imagen y semejanza de Dios, tiene una dignidad inalienable y, por tanto, debe ser tratada siempre como un fin y no sólo como un medio.

Cuando Jesús, usando la imagen del buen pastor, hablaba de la oveja perdida, nos enseñaba lo que Dios piensa del valor de la persona humana individual. El pastor deja a las 99 en el aprisco para buscar a la perdida. Dios no piensa en los seres humanos en masa, o en porcentajes, sino como individuos. Cada uno es precioso para él, irreemplazable.

En su carta encíclica Centessimus Annus, el Papa Juan Pablo II subrayaba la centralidad de este principio: “hay que tener presente desde ahora que lo que constituye la trama… de toda la doctrina social de la Iglesia, es la correcta concepción de la persona humana y de su valor único, porque: el hombre… en la tierra es la sola criatura que Dios ha querido por sí misma, 38. En él ha impreso su imagen y semejanza (Cf. Gn 1, 26), confiriéndole una dignidad incomparable”. (ver Centessimus Annus, No. 11).

De ahí que la Iglesia no piense primero en términos de naciones, partidos políticos, tribus o grupos étnicos, sino más bien en la persona individual. La Iglesia, como Cristo, defiende la dignidad de cada individuo. Comprende la importancia del estado y de la sociedad en términos de servicio a las personas y a las familias, en vez de en sentido contrario. El estado, en particular, tiene el deber de proteger los derechos de las personas, derechos que no son concedidos por el estado sino por el Creador.

– El bien común. El segundo principio clásico de la doctrina social de la Iglesia es el principio del bien común. El Concilio Vaticano II lo define como “el conjunto de condiciones de la vida social que hacen posible a las asociaciones y a cada uno de sus miembros el logro más pleno y más fácil de la propia perfección” (Gaudium et Spes 26, ver GS, 74; y El Catecismo de la Iglesia Católica, 1906).

El hombre, creado a imagen de Dios que es comunión trinitaria de personas, alcanza su perfección no en el aislamiento de los demás, sino dentro de comunidades y a través del don de sí mismo que hace posible la comunión. El egoísmo que nos impulsa a buscar nuestro propio bien en detrimento de los demás se supera por un compromiso con el bien común.

El “bien común” no es exclusivamente mío o tuyo, y no es la suma de los bienes de los individuos, sino que crea más bien un nuevo sujeto nosotros en el que cada uno descubre su propio bien en comunión con los demás. Por ello, el bien común no pertenece a una entidad abstracta como el estado, sino a las personas como individuos llamados a la comunión.

El hombre es fundamentalmente (y no sólo circunstancialmente) social, relacional e interpersonal. Nuestro bien común es también necesario para mi propia plenitud, para mi propio bien personal. Cada persona crece y alcanza la plenitud dentro de la sociedad y a través de la sociedad. Por ello, el bien común se distingue pero no está en oposición al bien particular de cada individuo. Con mucha frecuencia tu bien y mi bien se encuentran en nuestro bien común.

El bien común se opone al utilitarismo, la idea de la felicidad (placer) más grande posible para el mayor número posible de personas, que inevitablemente conduce a la subordinación de la minoría a la mayoría. Por eso, la excelencia e inviolabilidad de la persona humana individual excluye la posibilidad de subordinar el bien de uno al de los demás, de tal modo que se convierta el primero en un medio para la felicidad de los demás.

– Subsidiariedad. El tercer principio clásico de la doctrina social es el principio de subsidiariedad. Fue formulado por primera vez bajo este nombre por el Papa Pío XI en su carta encíclica de 1931 “Quadragesimo Anno”. Este principio nos enseña que las decisiones de la sociedad se deben quedar en el nivel más bajo posible, por tanto al nivel más cercano a los afectados por la decisión. Este principio se formuló cuando el mundo estaba amenazado por los sistemas totalitarios con sus doctrinas basadas en la subordinación del individuo a la colectividad. Nos invita a buscar soluciones para los problemas sociales en el sector privado antes que pedir al estado que interfiera.

Incluso antes de la encíclica de Pío XI, el Papa León XIII mismo insistía “sobre los necesarios límites de la intervención del Estado y sobre su carácter instrumental, ya que el individuo, la familia y la sociedad son anteriores a él y el Estado mismo existe para tutelar los derechos de aquél y de éstas, y no para sofocarlos” (Centessimus Annus, 11).

– Solidaridad: el cuarto principio que fundamenta la doctrina social de la Iglesia sólo fue formulado recientemente por Juan Pablo II en su carta encíclica “Sollicitudo Rei Socialis” (1987). Este principio es el llamado principio de solidaridad. Al hacer frente a la globalización, a la creciente interdependencia de las personas y los pueblos, debemos tener en mente que la familia humana es una. La solidaridad nos invita a incrementar nuestra sensibilidad hacia los demás, especialmente hacia quienes sufren.

Pero el Santo Padre añade que la solidaridad no es simplemente un sentimiento, sino una “virtud” real, que nos permite asumir nuestras responsabilidades de unos con otros. El Santo Padre escribía que no es “un sentimiento superficial por los males de tantas personas, cercanas o lejanas. Al contrario, es la determinación firme y perseverante de empeñarse por el bien común; es decir, por el bien de todos y cada uno, para que todos seamos verdaderamente responsables de todos” (SRS, 38).

4. Sugerencias prácticas.

Quisiera finalmente bosquejar cinco sugerencias prácticas de cara a la aplicación de la enseñanza social católica, especialmente para nosotros sacerdotes:

– Leer y tener un conocimiento bueno y preciso de las enseñanzas sociales de la Iglesia, para ser capaces de exponerlas con seguridad y claridad, y cerciorarnos de que enseñamos en nombre de la Iglesia lo que efectivamente enseña la Iglesia, no nuestras propias opiniones personales.

– Humildad, para no tener que saltar de principios generales a juicios concretos definitivos, especialmente cuando se expresan de manera categórica y absoluta. No debemos ir más allá de los límites de nuestro propio conocimiento y competencia específica.

– Realismo en la determinación de la condición humana, reconociendo el pecado pero dejando sitio para la acción de la gracia de Dios. En medio de nuestro compromiso por el desarrollo humano, nunca perder de vista que la vocación del hombre es sobre todo la de ser santo y gozar de Dios eternamente.

– Evitar la tentación de usar la doctrina social de la Iglesia como un arma para juzgar a los “otros” (empresarios, políticos, empresas multinacionales, etc.). Debemos por el contrario concentrarnos primero en nuestras propias vidas y en nuestras responsabilidades personales, sociales, económicas y políticas.

– Saber cooperar de cerca con los laicos, formándoles y enviándoles como evangelizadores del mundo. Ellos son los verdaderos expertos en sus campos de competencia y tienen la vocación específica de transformar las realidades temporales según el Evangelio.

Por: Thomas Williams, LC